«¿Dónde acaba la cultura y dónde
empieza el comercio? Debo declarar mi incompetencia en la materia».
Por sí sola, la respuesta del negociador jefe del Area de Libre
Comercio de las Américas (ALCA), en vísperas de la cumbre
de Quebec (abril de 2001), es todo un proyecto de sociedad. La desregulación
neoliberal de las redes e industrias de la comunicación ha hecho
que en todas partes salten los últimos cerrojos para la reificación
mercantil. Pero este estado de cosas es también el saldo de la
historia del siglo XX y de la tensión entre la filosofía
cosmopolita de la cultura, heredera lejana del Siglo de las Luces, y el
proyecto totalizador aportado por los universales de la comunicación
y sus vectores técnicos. En el paso de la una al otro, las relaciones
culturales se han metamorfoseado en herramienta de la política
de poder.
Por iniciativa de los apóstoles de la paz empieza a configurarse
una problemática moderna de las relaciones culturales. En 1910,
Paul Otlet y Henri La Fontaine, dos abogados belgas, deciden organizar
el primer congreso mundial de asociaciones internacionales, en Bruselas.
Prueba de la madurez de un movimiento transfronterizo que cuenta con cerca
de 400 asociaciones, se crea una unión que dispone de su propia
revista: La Vie Internationale. Adopta el concepto de «mundialismo»
(worldism), que remite a la conciencia de «interdependencia»,
por analogía con el solidario universo de las células. A
esas primeras redes de intercambios culturales las anima un mismo deseo
de acabar con el caos de la Torre de Babel. En Estados Unidos, el filántropo
y magnate del acero Andrew Carnegie crea la primera fundación cultural,
la Caarnegie Endowment for International Peace, y da su apoyo a la simplificación
de la ortografía de la lengua inglesa. En cuanto a Otlet, sueña
con facilitar el acceso a la información al mayor número
de personas, gracias a un complejo conjunto de bibliotecas conectadas
a redes telegráficas y telefónicas.
Esta visión salvadora de la comunión por la cultura perdura
hasta el final de la Primera Guerra Mundial. En Estados Unidos, las redes
privadas (fundaciones, organizaciones interuniversitarias, asociaciones
de bibliotecarios, etc.) son las únicas que la asumen. Desconfiando
de la tendencia a la centralización gubernamental, el Congreso
ha suprimido el dispositivo oficial de información hacia el extranjero,
que se creó, cuando entraron en guerra. Cuando se firman los tratados
de paz la gran prensa estadounidense y las agencias Associated Press (AP)
y United Press International (UPI) tienen que enfrentarse con el monopolio
que, desde 1870, ejerce sobre las noticias la tríada de agencias
europeas (Havas, Reuter, Wolff) e intentan en vano legitimar internacionalmente
la doctrina de la libre circulación de ideas y mercancías.
La idea que entonces predomina entre la alta intelectualidad, y que se
expresa a través del Instituto Internacional de Cooperación
Intelectual, creado al amparo de la Sociedad de Naciones, se resumió
así durante los Encuentros de Madrid (1933): «El porvenir
de la cultura, incluso dentro de las unidades nacionales, está
eminentemente relacionado con el desarrollo de sus elementos universales
que, a su vez, dependen de una organización de la humanidad como
unidad moral y jurídica... Del intercambio de ideas entre los pensadores
modernos debe surgir la verdad que ayudará al mundo a superar la
crisis espiritual que atraviesa» (1).
Al margen de la utopía de la república de las letras y los
sabios, en el período de entreguerras se abre camino otra representación
de la cultura. Primera confrontación total que engloba a civiles
y militares, retaguardia y frente, la Gran Guerra afinó las estrategias
de control de la información. La experiencia adquirida por los
especialistas de la propaganda (el «lavado de cerebro» según
la expresión popular) determina nuevos modos de gobernar en tiempos
de paz. «Fabricación del consenso» (manufacture
of consent), «administración gubernamental de la opinión»
(goverment management of opinion): a partir de los años
20, la nueva Ingeniería del consenso estructura tanto los primeros
tratados de sociología de los medios de comunicación y de
la opinión pública -por ejemplo los de Walter Lippman o
Harold Lasswell- , como las obras de los pioneros de las relaciones públicas,
como Edward Bernays (2).
«Administración», la palabra remite al movimiento de
fondo que afectó al universo de la impresa bajo la égida
del fordismo y el taylorismo y que abarca tanto la organización
del trabajo como la gestión del consumo, mediante el marketing
y la publicidad. De manera premonitoria, desde finales de los años
’20 el italiano Antonio Gramsci ve en la avanzada de estas técnicas
de gestión un proyecto de reestructuración global de las
relaciones sociales, que llama «el americanismo». En 1932,
el relato distorsionado de Aldous Huxley en Un mundo feliz dibuja los
contornos del futuro fordiano.
Americanismo
La Gran Guerra significó para Europa, y especialmente
para Francia, la caída de su producción cinematográfica
y la pérdida de sus mercados exteriores, en beneficio de Estados
Unidos. La industria del cine se convierte en el emblema de la internacionalización
de los productos culturales. Sin embargo, desde la segunda mitad de la
década, la Alemania de Weimar, el Reino Unido y Francia, estrenan
una política de restricción respecto a Hollywood. «El
americanismo nos inunda. Creo que allí se ha encendido un nuevo
faro de civilización. El dinero que circula en el mundo es estadounidense,
y tras ese dinero corre el mundo de la vida y de la cultura», clama
Luigi Pirandello, premio Nobel de Literatura en 1934 (3). La «cultura
de masas» distorsiona por completo la idea de alta cultura. Eso
es lo que expresan, de manera extremada, autores como el inglés
Frank Raymond Leavis, el español José Ortega y Gasset o
los franceses Georges Duhamel y Robert Aron, autor de un panfleto emblemático:
El cáncer americano (1931). Sin embargo, aunque el pensamiento
conservador pone en el mismo plano a Ford y a Lenin, la civilización
de la cadena y el materialismo bolchevique, las discrepancias políticas
no dan necesariamente cuenta de todas las razones que llevan a la negativa
a cruzar cultura y economía. Cuando Andre Malraux, en su Esbozo
de una psicología del cine, afirma en 1939 que «el cine
es un arte pero también una industria», esta pequeña
fórmula significa una ruptura con la representación habitual
que adjudica la mejor parte a la figura del creador y a su obra y se muestra
refractaria al matrimonio entre estética y lógica industrial.
«Si toman nuestros dólares también pueden ver nuestras
películas». La puesta en marcha del Plan Marshall, después
de la Segunda Guerra Mundial, es un primer acercamiento a la posición
geopolítica que está llamada a ocupar la «industria
cultural». Un concepto que entonces pone de manifiesto la postura
crítica de muchos intelectuales y artistas, y que forjaron hacia
1944 los filósofos alemanes de la escuela de Frankfurt, Theodor
Adorno y Max Horkheimer, refugiados en Estados Unidos, para censurar el
proceso de serialización-estandarización de la cultura de
masas y la degradación del papel filosófico-existencial
de la cultura como experiencia auténtica (4). El gobierno de Washington
intenta aligerar la política proteccionista de las industrias cinematográficas
nacionales, en vigor en Europa. En mayo de 1946, un acuerdo firmado entre
León Blum y el secretario de Estado de Estados Unidos James Byrnes,
anula las medidas del decreto Herriot de 1928 sobre las cuotas. Sin embargo,
dos años más tarde, la excepcional movilización de
la gente del espectáculo obligaría a París a renegociar
ese acuerdo. En noviembre de 1946, la creación en París
de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas
para la Educación, la Ciencia y la Cultura) deja entrever las dificultades
para ponerse de acuerdo sobre el concepto y definir una filosofía
de acción homogénea. Y sin embargo, todos los países
miembros parecen compartir el mismo sentimiento acerca de la «dimensión
cósmica» de la cultura. Pero la negativa de la Unión
Soviética a integrarse pone sordina a la representatividad de la
organización. La Unión Soviética se incorporará
definitivamente en 1954, después de la muerte de Stalin. La ausencia
de uno de los grandes favorece la tesis liberal en su versión estadounidense,
todavía llamada doctrina del free flow of information,
cuando se trata de interpretar e introducir en los textos la cláusula:
«Facilitar la libre circulación de ideas mediante la palabra
y la imagen». Las objeciones y las presiones de la delegación
estadounidense dan fe del deseo de instrumentar el organismo con fines
políticos (5). Una vez que se encuentre intramuros, la Unión
Soviética hará lo mismo. El concepto de cultura divide.
El contratiempo de Louis Aragon, invitado a pronunciar una conferencia
magistral en el marco de la inauguración de la UNESCO, es un ejemplo.
Había propuesto a los organizadores como título: La
cultura y el pueblo (o la gente); en la versión británica
se tradujo como Culture and the People y en la estadounidense:
Mass Culture. La expresión estadounidense volvió
al francés y la circular que anunciaba la conferencia le daba el
título de Cultura de masas. No fue lo peor que le ocurrió
a Aragon. Cuando en 1947 se publicó el texto de su conferencia,
el editor de la UNESCO lo tituló: Las elites contra la cultura.
Esta cascada de malentendidos sobre las palabras inspiraron al escritor
la advertencia: «Nada en el programa de la UNESCO podrá llevarse
a cabo si antes no se muestran extremadamente severos con el empleo que
hacen de las palabras» (6). Una observación que augura un
malentendido persistente entre una tradición acostumbrada a asimilar
popular culture y mass culture y otra, sin duda mayoritaria entonces,
que consideraba impensable trazar una equivalencia entre ambas expresiones.
Según el historiador estadounidense Daniel J. Boorstin, Estados
Unidos es «el primer pueblo en la historia que dispuso de una cultura
popular organizada centralmente y producida masivamente.
¿Qué ocurre con nuestra cultura popular? ¿Dónde
la encontramos? En un país como el nuestro, caracterizado por la
existencia de comunidades de consumidores y que otorga una especial importancia
al producto nacional bruto y a los índices de crecimiento, la publicidad
se ha convertido en el centro de la cultura popular e incluso en su verdadero
prototipo» (7). Marcada por este tropismo, la noción de comunicación
sólo puede dividir. Pero durante los años ’60 se dibuja
uno de los grandes ejes de los programas de la UNESCO, que hará
un cortocircuito a la noción de cultura en su perspectiva humanista.
En esa década, proclamada por la Asamblea de Naciones Unidas como
«Década del desarrollo», los expertos erigen a los
medios de comunicación en vectores de las estrategias de la modernización.
El deseo de innovación,
postulan, se difunde necesariamente desde las naciones adultas hacia las
naciones retrasadas.
La experiencia del marketing industrial, que se experimentó
con los agricultores estadounidenses de entreguerras, tal vez podría
dar frutos en otras latitudes. Para esta concepción evolucionista
y contable del desarrollo por «estadios», una nación
sólo empieza su ascenso hacia la cultura salvadora de la modernización
cuando satisface unos «estándares mínimos» de
exposición a los medios de comunicación: diez ejemplares
de periódicos, cinco aparatos de radio, dos televisores, dos salas
de cine por cada 100 habitantes. La UNESCO se encontró así
atrapada entre la ideología tecnocrática de la planificación
social por una parte, y por otra los alegatos a favor de lo «universal
humano» y la diversidad cultural.
Un nuevo mercado
La entrada en la era poscolonial
invierte, en el conjunto del sistema de Naciones Unidas, la relación
de fuerzas entre los países del sur y del Norte. La UNESCO se convierte
en el epicentro de los debates sobre el intercambio desigual y el «Imperialismo
cultural». Intolerancia de Estados Unidos, aferrado a la defensa
de una visión estrictamente mercantil del free flow of information;
duplicidad de la Unión Soviética que utiliza las legitimas
reivindicaciones del Sur para legitimar mejor el cierre de su espacio
interior; hipocresía de muchos países del Sur, que buscan
un chivo expiatorio para enmascarar sus atentados contra la libertad de
prensa y expresión: es un callejón sin salida. Estados Unidos,
lo mismo que la Gran Bretaña de Margaret Thatcher, se retiraron
de la UNESCO, en 1985 y 1986 respectivamente, con el pretexto de la «politización»
de los debates. El discurso de François Mitterrand en la cumbre
de los países más industrializados de junio de 1982, será
uno de los únicos posicionamientos oficiales contra la desigualdad
del intercambio cultural. Dos años más tarde, el presidente
Ronald Reagan cambia radicalmente la situación del espacio de la
comunicación mundial al abrir los sistemas y las redes a la competencia.
Inaugura un ciclo, desde las negociaciones del GATT en 1986 al proyecto
de Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI) en 1998, en el que aumentarán
las presiones a favor de la liberalización del «mercado de
la cultura».
Armand Mattelart
Texto aparecido en Le Monde Diplomatique en español,
octubre 2001. |