La fabricación de un consenso descerebrado en Estados Unidos.
Para hegemonía del 'business'
HERBERT I. SCHILLER

Artículo publicado en Le Monde Diplomatique, julio-agosto de 1999.

La proyección brutal del poder de Estados Unidos en el extranjero se explica ampliamente por el modo en que se fabrica el consenso interior. Publicidad omnipresente; bombardeo ideológico orquestado por numerosas instituciones que, financiadas por las empresas, rechazan la idea misma de políticas públicas o de bien común; desconocimiento del resto del mundo; proteccionismo cultural sin equivalente: ese es el pesado tributo que pagan los norteamericanos por la hegemonía del "business".

 

Desde hace al menos medio siglo, la escena internacional está dominada por un sólo y único actor: Estados Unidos de América. Incluso aunque no tenga la hegemonía de hace 25 años, su presencia en la economía y la cultura mundiales continúa siendo aplastante: un producto interior bruto de 7.690 mil millones de dólares en 1998; las sedes de la mayoría de las empresas transnacionales que recorren el planeta en la búsqueda de mercados y de beneficios; el poder que mueve los hilos detrás de las fachadas de las instituciones multilaterales – Organización de Naciones Unidas (ONU), Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Fondo Monetario Internacional (FMI) Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio (OMC), etcétera – y el Goliat cultural-electrónico del universo. Ese dominio suscita reacciones cada vez más hostiles, como señala el profesor Samuel P. Huntington, que recuerda a este respecto las palabras de un diplomático británico: "Es únicamente en Estados Unidos donde se puede leer que el mundo entero aspira al liderazgo norteamericano. En todos los demás sitios se habla más de la arrogancia y del unilateralismo norteamericanos" (1).

Pero la manera con que los otros nos ven a los norteamericanos es quizá menos reveladora que la percepciones que tenemos de nosotros mismos. ¿Los ciudadanos de este territorio que dicta su ley al universo tienen consciencia en su vida cotidiana de las cargas que imponen a los otros y frecuentemente a ellos mismos? ¿Se indignan? ¿Oponen la menor resistencia? Se puede dudar, porque es demasiado evidente que el mantenimiento del status de soberano planetario requiere no indignación, sino al contrario, el apoyo activo y pasivo de 270 millones de norteamericanos. Ese apoyo, que no le ha faltado nunca, es el producto de un sistema que combina adoctrinamiento –que funciona desde la cuna– con una práctica de selección o de retención de la información con vistas a mantener y a reforzar el proyecto de dominación planetaria de Estados Unidos. Los esfuerzos de persuasión – intensos, aunque a veces disimulados – van a la par con la exclusión de las disidencias potenciales y con la utilización de una panoplia de medidas coercitivas, que van desde la amonestación hasta la cárcel: los cerca de un millón ochocientos mil detenidos en las prisiones norteamericanas, en proporción a la población, baten el récord del mundo.

Esos instrumentos han permitido obtener, si no creyentes entusiastas, al menos una aceptación generalizada del aparato de control americano sobre los asuntos mundiales. A guisa de justificación, los dirigentes recuerdan de manera permanente a sus conciudadanos y al resto del planeta hasta qué punto la existencia de Estados Unidos es una bendición para todos. El tema de la grandeza de América es además recurrente en los discursos presidenciales desde el fin de la segunda guerra mundial. No sólo hoy, sino aparentemente desde la época de Neanderthal, el país es único en su género. William Clinton lo describe incluso como "la nación indispensable" (2). ¿Cómo cada uno podría no reconocer la suerte de estar habitando allí? Curiosamente, muchos norteamericanos se niegan todavía a reconocerlo. Para prevenir cualquier desfallecimiento de la adhesión popular en el curso del próximo siglo, la puesta en marcha de métodos más globales está pues permanentemente en el orden del día.

Uno de los medios para hacer reinar el orden en las filas es asegurar el dominio de las definiciones, de hacer de policía de las ideas, lo que significa, para los dirigentes, ser capaces de formular y de difundir la visión de la realidad – local y global – que sirva a sus intereses. Para hacer eso, el conjunto del dispositivo educativo está puesto a su servicio, al mismo tiempo que los media, la industria del ocio y los mecanismos políticos. Es la infraestructura mediática la que produce de esa manera el sentido y la consciencia (o la inconsciencia). Cuando funciona a ritmo de crucero, no hay necesidad de ninguna consigna desde arriba: los norteamericanos absorben las imágenes y los mensajes del orden dominante, que constituyen su marco de referencia y de percepción. Así a la mayor parte de ellos les resulta imposible imaginar cualquier otro tipo de realidad social.

El arte de la mentira por omisión

Tomemos un caso concreto, la utilización de la palabra "terrorismo, por ejemplo. El terrorismo, el verdadero – en Estados Unidos y en otras partes – se ha convertido, no sin razones, en una de las principales preocupaciones del gobierno federal, lo que justifica los enormes presupuestos de que dispone la policía y los ejércitos para combatirlo. Pero cada vez que, no importa el lugar que sea del mundo, se producen actos de resistencia –eventualmente violentos o sangrientos– a situaciones de opresión, y muy particularmente cuando los opresores son amigos o dependientes de Washington, esos actos son presentados a la opinión norteamericana como otras tantas formas de "terrorismo". En los años noventa, los iraníes, los libios, los palestinos, los kurdos (3) y muchos otros han visto descalificadas sus luchas de esa manera. En épocas anteriores, fue lo que les sucedió a los combatientes malasios, keniatas, angoleños, argentinos e incluso a los judíos que se oponían al mandato británico sobre Palestina. En el curso de los últimos cinco decenios, el ejército norteamericano y sus cipayos han quemado con napalm o masacrado "terroristas" en Corea, en la República Dominicana, en Vietnam, en Nicaragua, en Irak, etcétera.

La policía de las ideas es también el arte de la mentira por omisión. Lo testimonia, entre otros muchos ejemplos, el número que el semanario Time consagró, hace dos años, a los "norteamericanos más influyentes de 1997". Se encontraban, entre otros, un jugador de golf, un locutor de radio, un músico pop, un gestor de fondos de inversión, un productor de cine, un presentador de televisión, un economista, un erudito negro, así como la secretaria de Estado Madeleine Albright, y el senador John McCain. Los únicos dos individuos citados que tenían relación con los verdaderos centros de poder eran un heredero de la dinastía Mellon, que financia causas y organizaciones ultraconservadoras, y Robert Rubin, que fue director de la Banca Goldman Sachs y era, en aquellos momentos, secretario del Tesoro. Sin embargo, en esos dos casos, se trataba de personas que se habían distanciado de la configuración del poder que les había permitido enriquecerse personalmente.

La lista del Time concedía autoridad únicamente a los abastecedores de servicios y no a los detentadores de verdadero poder. Mucho más útil, para tener clara la realidad del poder, era el palmarés, publicado un mes más tarde en las páginas financieras del The New York Times, sobre las diez multinacionales norteamericanas más importantes, clasificadas por orden descendente a partir de su clasificación en Bolsa, estando a la cabeza, General Motors, seguido de Coca-Cola, Exxon y Microsoft. Los lectores del Time hubieran estado informados de otra manera si los patrones de esas firmas hubiesen estado colocados en la cumbre de su lista de norteamericanos más influyentes. Una breve descripción de las actividades de esas sociedades, de sus implantaciones, de sus decisiones en materia de inversiones y de puestos de trabajo, y de la manera que esas decisiones afectaban a personas en Estados Unidos y en el resto del mundo, nos habría dicho mucho más que la lista del Time sobre la verdadera distribución del poder en el interior y en el exterior de nuestras fronteras.

Una información es precisamente la que la policía de las ideas está dispuesta a prevenir. Colaboran en esa tarea miles de analistas y productores de información cuya misión es embarullar el juego para proteger a los detentadores del poder de la atención del público. Se trata de instituciones de investigación y otros think tanks (tanque de ideas) (4) que preparan infinidad de estudios sobre cuestiones jurídicas, sociales y económicas desde una perspectiva favorable a los medios financieros, que por otra parte son sus proveedores de fondos. Esos trabajos son a continuación acreditados por los circuitos de información nacionales y locales. Los think tankers de derecha tiene las puertas abiertas en los estudios de radio y en los escenarios de las cadenas de televisión, y se les ve regularmente en compañía de los cargos electos y funcionarios locales y federales.

El Manhattan Institute, en Nueva York, es uno de esos centros de producción de información de encargo. Su misión, explica su presidente, es "desarrollar ideas y ponerlas en circulación entre el gran público", con ayuda, precisamente, de la "cadena alimentaria de los media". Sin escatimar en invitaciones masivas a periodistas, funcionarios, dirigentes políticos, etcétera, a sus desayunos-debate, con un personaje que interviene para tratar el tema que se haya escogido para esa fecha, este instituto es de los que, informa The New York Times, han "desplazado el centro de gravedad político neoyorquino hacia la derecha" (5). Otras numerosas organizaciones de la misma índole –las que se citan más frecuentemente son la Brookings Institution, la Heritage Foundation, el American Enterprise Institute y el Cato lnstitute– sirven de vectores discretos de la "voz del business", que además no está especialmente privado de acceso a los media. Así es como la información que se sirve al público se encuentra contaminada desde sus orígenes.

Menos visible que esas estructuras de producción y de difusión de la ideología, la dinámica del mercado contribuye todavía más eficazmente a asegurar a la policía de las ideas, particularmente en las industrias culturales. Aquí se trata más que de analizar su peso en el exterior de valorar su impacto calamitoso sobre la población norteamericana. La nación que sus dirigentes proclaman "indispensable" es también la que las "fuerzas del mercado" condenan a ignorar las creaciones del resto del mundo.

Mientras que el 96% de las películas que ven los canadienses son extranjeras –y en su inmensa mayoría productos de Hollywood– es también el caso de cuatro de cada cinco revistas que leen, lo que no deja de provocar fuertes reacciones en Ottawa (6), los norteamericanos "consumen" sólo entre un 1% y un 2% de películas y vídeos de cinematografías extranjeras. La razón principal, pero no exclusiva, es que, gracias a su mercado interior, Hollywood arrasa con todos su concurrentes, que carecen de los medios financieros, en términos de presupuestos de producción y de promoción, para acceder a un público cuyos gustos están ya remozados por las majors americanas. Ese público es finalmente el gran perdedor del asunto.

Lo que sucede en el cine pasa también en la televisión y en la edición. No se traducen más de 200 o 250 libros extranjeros por año en Estados Unidos (por comparación, en España se han adquirido más de 12.000 derechos de traducción en 1998), lo que aísla dramáticamente al público norteamericano de las grandes corrientes mundiales de pensamiento. Por no decir nada de la información televisada, que no se interesa por el resto del planeta más que cuando estallan crisis. La concentración de los medios de comunicación, con la excepción (¿provisional?) de Internet, explica el conocimiento íntimo que tienen los americanos del mundo y de sus problemas. Larry Gelbart, cineasta que había denunciado los destrozos de la industria del tabaco en Barbarians at the Gate (Los Bárbaros a nuestras puertas), justifica así el título, Weapons of Mass Destruction (Armas de destrucción masiva), para su película sobre los media: "Los dirigentes de las industrias del tabaco son únicamente peligrosos para los fumadores. Los dirigentes de los media son mucho más peligrosos, porque todos fumamos la información. Avalamos el humo de la televisión, nos tragamos todo lo que nos ponen delante de nuestros ojos "(7).

Bombardeo publicitario desde el nacimiento

Y lo que ponen delante de nuestros ojos es una información seleccionada en función de su aptitud para "generar audiencia" para los anuncios publicitarios. Incluso aunque esa situación está lejos de ser específica de Estados Unidos (8), es el país desarrollado en donde es más evidente. Hasta el punto que el politólogo noruego Johann Galtung* ha podido hablar de "descerebramiento " de los norteamericanos por la Televisión ("television idiotization").

Esa ignorancia no podría explicarse sólo por la trivialización y ocultación de la información. Tiene raíces más profundas. La financiación de la casi totalidad de los media por aquellos que tienen dinero para comprar espacio y tiempo de antena garantiza un empobrecimiento cultural continuo. Y eso a pesar de los esfuerzos tenaces de un pequeño número de personas de talento que, durante decenios, han intentado promover una cultura no comercial. Los 40 millardos de dólares de publicidad que se derraman sobre las cadenas de televisión crean una atmósfera mercantilizada que impregna todo el país.

Ese bombardeo comienza desde que se nace y nadie se inquieta por sus consecuencias. La situación es chocante, de tal manera que el semanario Business Week, cuya hostilidad a la economía de mercado no es muy grande, describe así las depredaciones infligidas a los norteamericanos de corta edad: "A la 01.55 de este miércoles ha nacido una consumidora. Tres días más tarde llegaba a su casa una de las más grandes empresas de ventas por correspondencia de Estados Unidos y con ella estuches de muestras, cupones y otros bonos de compra gratuitos... Como ninguna otra generación antes que ella, entra, prácticamente desde su nacimiento, en una cultura de consumo, rodeada de logotipos, chapas y publicidad... A los veinte meses comenzará a reconocer a algunas de las miles de marcas que brillan sobre la pantalla que hay frente a ella. A los siete años, si tiene el perfil típico de su edad, verá unos 20.000 anuncios publicitarios por año. A los doce años, su nombre figurará en las bases de datos gigantes de las empresas de venta por correspondencia " (9).

Los efectos acumulativos de esa mercantilización incontrolada, por difíciles que sean de evaluar, constituyen sin embargo una de las llaves para comprender lo que es vivir en el corazón del sistema comercial planetario. Eso no prepara para comprender el mundo que existe en el exterior de la galería comercial y todavía menos para inquietarse. Ese es el terreno favorable en el que se desarrollan las críticas virulentas de la extrema derecha conservadora –que dispone de numerosas fundaciones, está con presencia reiterada en las radios y, de manera creciente, en las televisiones– contra toda forma de organización de la sociedad nacional e internacional.

Uno de los objetivos privilegiados por esos grupos extremistas es el gobierno. El Estado norteamericano ha sabido servir lealmente a la clase de los dirigentes de las empresas, pero no por ello es menos violentamente y constantemente rechazado. No en nombre de una posición anarquista de principio, sino, de manera apenas velada, en beneficio de una gestión del país sólo por los intereses privados. Expresados cada día por miles de canales, esos sentimientos hacen imposible lo que no sería más que el principio del comienzo de la más pequeña comprensión de las cuestiones que se plantean a escala local, nacional e internacional.

En este último campo, se ha reforzado la opinión contra la idea misma de Naciones Unidas, incluidos los media que no caen ordinariamente en el extremismo. Desde hace decenios se suceden las campañas de desprestigio contra la ONU, la UNESCO o la Organización Mundial de la Salud. Desde luego, estas organizaciones no están al abrigo de la crítica. Pero no se las ataca sin embargo por su funcionamiento sino por sus misiones, en la medida en que éstas reenvían a principios de solidaridad internacional. Por otra parte, no son las únicas en sufrir esos ataques en donde la mistificación compite con la idiotez. Los norteamericanos acaban de apartarse igualmente de sus conciudadanos más pobres y de adoptar las tesis de los que no ven la utilidad de un mínimo de protección social.

A pesar de las bolsas de resistencia, la aceptación por el resto del mundo del modelo consumista y privatizado norteamericano (10) refuerza el estado de opinión dominante en Estados Unidos. Únicamente los cambios de envergadura que afecten a la economía nacional e internacional podrían conmocionar las creencias y los valores en la conciencia de la mayor parte de los americanos.

(1) Samuel P. Huntington, "The Lonely Superpower", Foreign Affairs, New York, marzo-abril de 1999.
(2) En su discurso al Congreso sobre el estado de la Unión, 4 de febrero de 1997.
(3) Especialmente por la Secretaria de Estado, Madeleine Albright, en una intervención en el National Press Club de Washington el 6 de agosto de 1997, citado en The New York Times del 8 de agosto de 1997.
(4) Léase a Serge Halimi, "Les ’boîtes à idées’ de la droite américaine", Le Monde diplomatique, mayo de1995.
(5) "Intellectuals Who Became Influential", The New York Times, 12 de mayo de 1997.
(6) Léase a Antonio DePalma, "US Gets Cold Shoulder at a Culture Conference", International Herald Tribune, 2 de julio de 1998.
(7) Citado en The New York Times, 8 de mayo de 1997.
(8) Léase a Ignacio Ramonet, La tiranía de la comunicación, 3ª edición, Editorial Debate, Madrid, 1998.
(9) Business Week, 30 de junio de 1997.
(10) Léase a Benjamin R. Barber, "Cultura McWorld contra democracia", Le Monde diplomatique, edición española, agosto de 1998.