El papel de los medios de comunicación
en la política contemporánea nos obliga a preguntar por
el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué
modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme empezar
contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno es el que nos
lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado, la
gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera significativa
en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro, los medios
de información son libres e imparciales. Si se busca la palabra
democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante
parecida a lo que acabo de formular.
Una idea alternativa de democracia es la de que no debe
permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez
que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente
controlados. Quizás esto suene como una concepción anticuada
de democracia, pero es importante entender que, en todo caso, es la idea
predominante. De hecho lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo
en la práctica sino incluso en el plano teórico. No olvidemos
además que tenemos una larga historia, que se remonta a las revoluciones
democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en su
mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme
simplemente al período moderno y acerca de la forma en que se desarrolla
la noción de democracia, y sobre el modo y el porqué el
problema de los medios de comunicación y la desinformación
se ubican en este contexto.
Primeros apuntes históricos de la propaganda
Empecemos con la primera operación moderna de propaganda
llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow
Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma
electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la
Primera Guerra Mundial. La población era muy pacifista y no veía
ninguna razón para involucrarse en una guerra europea; sin embargo,
la administración Wilson había decidido que el país
tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer
algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar
en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental,
conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró
convertir una población pacífica en otra histérica
y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera
a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así
al mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría
a otro mayor todavía: precisamente en aquella época y después
de la guerra se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que
se conocía como miedo rojo. Ello permitió la destrucción
de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como
la libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero
y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron
un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron
todo tipo de provechos.
Entre los que participaron activa y entusiásticamente
en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del
círculo de John Dewey Estos se mostraban muy orgullosos, como se
deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que
lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad,
es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población
reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema
de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios
utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de
atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían
niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles
que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena parte
de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de propaganda,
cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda
reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento
de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la
de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de
la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda
que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país
a la histeria propia de los tiempos de guerra. Y funcionó muy bien,
al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda
que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural
elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el
efecto puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido
Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.
La democracia del espectador
Otro grupo que quedó directamente marcado por estos
éxitos fue el formado por teóricos liberales y figuras destacadas
de los medios de comunicación, como Walter Lippmann, que era el
decano de los periodistas americanos, un importante analista político
—tanto de asuntos domésticos como internacionales— así como
un extraordinario teórico de la democracia liberal. Si se echa
un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados
con algo así como Una teoría progresista sobre el pensamiento
democrático liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones
de propaganda y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía
que lo que él llamaba revolución en el arte de la democracia
podía utilizarse para fabricar consenso, es decir, para
producir en la población, mediante las nuevas técnicas de
propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También
pensaba que ello era no solo una buena idea sino también necesaria,
debido a que, tal como él mismo afirmó, los intereses
comunes esquivan totalmente a la opinión pública y
solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante
inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos
se derivan. Esta teoría sostiene que solo una élite reducida
—la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de Dewey— puede
entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo
que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas
escapan a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta
a cientos de años atrás, es también un planteamiento
típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con
la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el
poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria
para ello, para conducir después a las masas estúpidas a
un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar
y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría
democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca
en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una
de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han
observado que era realmente fácil pasar de una posición
a otra sin experimentar ninguna sensación específica de
cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder.
Es posible que haya una revolución popular que nos lleve a todos
a asumir el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso
simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad
de las finanzas. Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas
estúpidas hacia un mundo en el que van a ser incapaces de comprender
nada por sí mismas.
Lippmann respaldó todo esto con una teoría
bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual
en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases
de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún
papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración.
Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones,
ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas
ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen,
asimismo, un porcentaje pequeño de la población total. Por
supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas
es parte de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca
de qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño
y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que
Lippmann llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegemos
de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así
pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la
clase especializada, los hombres responsables, ejercen la función
ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses
comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una
función en la democracia, que, según Lippmann, consiste
en ser espectadores en vez de miembros participantes de forma
activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos
llevan a término algo más que una función: de vez
en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas en la persona
de algún miembro de la clase especializada; en otras palabras,
se les permite decir queremos que seas nuestro líder,
o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y
todo ello porque estamos en una democracia y no en un estado totalitario.
Pero una vez se han liberado de su carga y traspasado esta a algún
miembro de la clase especializada, se espera de ellos que se apoltronen
y se conviertan en espectadores de la acción, no en participantes.
Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.
Y la verdad es que hay una lógica detrás
de todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente
es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si
los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos
que les afectan o interesan, lo único que harían sería
solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e inmoral
permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado,
y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual viene a
encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar
que un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos
a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos
de la base de que no saben cómo utilizarla. Por lo mismo, no se
da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado
participen en la acción; solo causarían problemas.
Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al
rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución
en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios
de comunicación, las escuelas y la cultura popular tienen que estar
divididos. La clase política y los responsables de tomar decisiones
tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad, aunque
también tengan que inculcar las opiniones adecuadas. Aquí
la premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres
responsables tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver
con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad
para tomar decisiones. Por supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo
a la gente que tiene el poder real, que no es otra que los dueños
de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si los miembros
de la clase especializada pueden venir y decir puedo ser útil
a sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo.
Y hay que quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de
hacer lo posible para que penetren en ellos las creencias y doctrinas
que servirán a los intereses de los dueños de la sociedad,
de modo que, a menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación,
no formarán parte de la clase especializada. Así, tenemos
un sistema educacional, de carácter privado, dirigido a los hombres
responsables, a la clase especializada, que han de ser adoctrinados en
profundidad acerca de los valores e intereses del poder real, y del nexo
corporativo que este mantiene con el Estado y lo que ello representa.
Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase
especializada. Al resto del rebaño desconcertado básicamente
habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a cualquier
otra cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse
que permanecen todos en su función de espectadores de la acción,
liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder
de entre los que tienen a su disposición para elegir.
Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que,
de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él destacado teólogo
y crítico de política internacional Reinold Niebuhr, conocido
a veces como el teólogo del sistema, gurú de George
Kennan y de los intelectuales de Kennedy, afirmaba que la racionalidad
es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos: solo algunos
la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por
las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica
tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas
desde el punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos
vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un
elemento sustancial de la ciencia política contemporánea.
En la década de los años veinte y principios de la de los
treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de las comunicaciones
y uno de los analistas políticos americanos más destacados,
explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos
democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de
sus intereses particulares. Porque no lo son. Somos nosotros, decía,
los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo
que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos
nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no van a gozar de
la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos.
En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo
anterior resulta fácil. Es cuestión simplemente de blandir
una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se apartan del camino
trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad ha acabado siendo
más libre y democrática, se pierde aquella capacidad, por
lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de propaganda.
La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia
lo que la cachiporra al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente
dado que, de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad
de comprensión del rebaño desconcertado.
Relaciones públicas
Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria
de las relaciones públicas. Tal como decían sus líderes,
su compromiso consistía en controlar la opinión pública.
Dado que aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión
Creel y del miedo rojo, y de las secuelas dejadas por ambos,
las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década
de 1920, una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados
a la hora de conseguir una subordinación total de la gente a las
directrices procedentes del mundo empresarial a lo largo de la década
de 1920. La situación llegó a tal extremo que en la década
siguiente los comités del Congreso empezaron a investigar el fenómeno.
De estas pesquisas proviene buena parte de la información de que
hoy día disponemos.
Las relaciones públicas constituyen una industria
inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan en torno a
un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido
ha sido el de controlar la opinión pública, que
es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal como ocurrió
durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930 surgieron
de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una cada
vez más numerosa clase obrera en proceso de organización.
En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera
gran victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera
independiente, logro que planteaba dos graves problemas. En primer lugar,
la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado
estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era ese
el modo en que se suponía que tenían que ir las cosas; el
otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para
organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados y
solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso podrían
convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.
Efectivamente, si hubiera muchos individuos de recursos
limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo político,
podrían, de hecho, pasar a asumir el papel de participantes activos,
lo cual sí sería una verdadera amenaza. Por ello, el poder
empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de que
esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones
obreras, y de que representaría también el principio del
fin de esta desviación democrática de las organizaciones
populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores
en el terreno parlamentario, y, a partir de ese momento —aunque el número
de afiliados a los sindicatos se incrementó durante la Segunda
Guerra Mundial, acabada la cual empezó a bajar— la capacidad de
actuar por la vía sindical fue cada vez menor. Y no por casualidad,
ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que está gastando
enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y esfuerzo
necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a través
de la industria de las relaciones públicas y otras organizaciones,
como la National Association of Manufacturers (Asociación nacional
de fabricantes), la Business Roundtable (Mesa redonda de la actividad
empresarial), etcétera. Y su principio es reaccionar en todo momento
de forma inmediata para encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones
democráticas.
La primera prueba se produjo un año más tarde,
en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown,
al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica
de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó
ser muy eficaz. Y sin matones a sueldo que sembraran el terror entre los
trabajadores, algo que ya no resultaba muy práctico, sino por medio
de instrumentos más sutiles y eficientes de propaganda. La cuestión
estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra
los huelguistas, por los medios que fuera. Se presentó a estos
como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios
a los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario,
el trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos
estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser
americanos, y trabajar juntos. Pero resulta que estos huelguistas malvados
de ahí afuera son subversivos, arman jaleo, rompen la armonía
y atenían contra el orgullo de América, y hemos de pararles
los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos
tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo
por el país y en armonía, con simpatía y cariño
los unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un
gran esfuerzo para hacerlo público; después de todo, estamos
hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el que controla
los medios de información y dispone de recursos a gran escala,
por lo cual funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante
este método se conoció como la fórmula Mohawk
VaIley, aunque se le denominaba también métodos
científicos para impedir huelgas. Se aplicó una y otra
vez para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba
de movilizar a la opinión pública a favor de conceptos vacíos
de contenido, como el orgullo de ser americano. ¿Quién puede
estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede
estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad
a nuestras tropas. ¿Quién podía estar en contra?
O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté en contra?
Sólo alguien completamente necio.
De hecho, ¿qué pasa si alguien le pregunta
si da usted su apoyo a la gente de lowa? Se puede contestar diciendo Sí,
le doy mi apoyo, o no, no la apoyo. Pero ni
siquiera es una pregunta: no significa nada. Esta es la cuestión
La clave de los eslóganes de las relaciones públicas como
apoyad a nuestras tropas es que no significan nada, o, como mucho,
lo mismo que apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto había
una cuestión importante que se podía haber resuelto haciendo
la pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero,
claro, no se trata de que la gente se plantee cosas como esta. Esto es
lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de crear
un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario,
que todo el mundo esté a favor. Nadie sabe lo que significa porque
no significa nada, y su importancia decisiva estriba en que distrae la
atención de la gente respecto de preguntas que sí significan
algo: ¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre
esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo
sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles.
Por tanto, ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y la armonía.
Estamos todos juntos, en tomo a eslóganes vacíos, tomemos
parte en ellos y asegurémonos de que no habrá gente mala
en nuestro alrededor que destruya nuestra paz social con sus discursos
acerca de la lucha de clases, los derechos civiles y todo este tipo de
cosas.
Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente.
Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo cuidado: la
gente que se dedica a las relaciones públicas no está ahí
para divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando
inculcar los valores correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería
ser la democracia: un sistema en el que la clase especializada está
entrenada para trabajar al servicio de los amos, de los dueños
de la sociedad, mientras que al resto de la población se le priva
de toda forma de organización para evitar así los problemas
que pudiera causar. La mayoría de los individuos tendrían
que sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje,
que no es otro que el que dice que lo único que tiene valor en
la vida es poder consumir cada vez más y mejor y vivir igual que
esta familia de clase media que aparece en la pantalla y exhibir valores
como la armonía y el orgullo americano. La vida consiste en esto.
Puede que usted piense que ha de haber algo más, pero en el momento
en que se da cuenta que está solo, viendo la televisión,
da por sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que
es una locura pensar en que haya otra cosa. Y desde el momento en que
está prohibido organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca
se está en condiciones de averiguar si realmente está uno
loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico
que se puede hacer.
Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual
se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás de
él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como
ya se ha dicho. El rebaño desconcertado es un problema. Hay que
evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo. Será
cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en
casa viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas,
aunque de vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear
eslóganes sin sentido, como apoyad a nuestras tropas.
Hay que hacer que conserven un miedo permanente, porque a menos que estén
debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles,
desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí
mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad de hacerlo.
Por ello es importante distraerles y marginarles.
Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos re montamos
al pasado, la última victoria legal de los trabajadores fue realmente
en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el inicio de la Primera
Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive, al igual que lo
hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con
aquellos. Todo quedó destruido y nos vimos trasladados a una sociedad
dominada de manera singular por los criterios empresariales. Era esta
la única sociedad industrial, dentro de un sistema capitalista
de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual
que se podía dar en latitudes comparables. Era la única
sociedad industrial —aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía
un servicio nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún
compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia
de los segmentos de la población que no podían seguir las
normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos
en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente
no existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación
en la esfera popular. No había organizaciones políticas
ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el
plano estructural. Los medios de información constituían
un monopolio corporativizado; todos expresaban los mismos puntos de vista.
Los dos partidos eran dos facciones del partido del poder financiero y
empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan
solo se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente
de sentido, quedando, por ello, debidamente marginada. Al menos este era
el objetivo. La verdad es que el personaje más destacado de la
industria de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía
de la Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió
bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo que
él mismo llamó la ingeniería del consenso,
que describió como la esencia de la democracia.
Los individuos capaces de fabricar consenso son los que
tienen los recursos y el poder de hacerlo —la comunidad financiera y empresarial—
y para ellos trabajamos.
Fabricación de la opinión
También es necesario recabar el apoyo de la población
a las aventuras exteriores. Normalmente la gente es pacifista, tal como
sucedía durante la Primera Guerra Mundial, ya que no ve razones
que justifiquen la actividad bélica, la muerte y la tortura. Por
ello, para procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos;
y para estimularles hay que asustarles. El mismo Bernays tenía
en su haber un importante logro a este respecto, ya que fue el encargado
de dirigir la campaña de relaciones públicas de la United
Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente
para derribar al gobierno democrático-capitalista de Guatemala
e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones
de la muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de
repetidas infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar
algo más que desviaciones democráticas vacías de
contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una
y otra vez programas domésticos hacia los que la gente se muestra
contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público
esté a favor de programas que le son perjudiciales. Y esto, también,
exige una propaganda amplia y general, que hemos tenido oportunidad de
ver en muchas ocasiones durante los últimos diez años. Los
programas de la era Reagan eran abrumadoramente impopulares. Los votantes
de la victoria arrolladora de Reagan en 1984 esperaban, en una
proporción de tres a dos, que no se promulgaran las medidas legales
anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en armamento,
o la reducción de recursos en materia de gasto social, etc., prácticamente
todos ellos recibían una oposición frontal por parte de
la gente. Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos
de la cosa pública y estos no encontraban el modo de organizar
y articular sus sentimientos, o incluso de saber que había otros
que compartían dichos sentimientos, los que decían que preferían
el gasto social al gasto militar —y lo expresaban en los sondeos, tal
como sucedía de manera generalizada— daban por supuesto que eran
los únicos con tales ideas disparatadas en la cabeza. Nunca habían
oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer
que nadie pensaba así; y si lo había, y era sincero en las
encuestas, era lógico pensar que se trataba de un bicho raro. Desde
el momento en que un individuo no encuentra la manera de unirse a otros
que comparten o refuerzan este parecer y que le pueden transmitir la ayuda
necesaria para articularlo, acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico,
una rareza en un mar de normalidad. De modo que acaba permaneciendo al
margen, sin prestar atención a lo que ocurre, mirando hacia, otro
lado, como por ejemplo la final de Copa.
Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el
ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones que hasta
ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias. Buena parte
de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía en
las iglesias por la sencilla razón de que estas existían.
Por ello, cuando había que dar una conferencia de carácter
político en un país europeo era muy probable que se celebrara
en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en
América ya que, en primer lugar, estos apenas existían o,
en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas. Pero
las iglesias sí existían, de manera que las charlas y conferencias
se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con Centroamérica
se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque
existían.
El rebaño desconcertado nunca acaba de estar debidamente
domesticado: es una batalla permanente. En la década de 1930 surgió
otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En los años sesenta
apareció una nueva ola de disidencia, a la cual la clase especializada
le puso el nombre de crisis de la democracia. Se consideraba
que la democracia estaba entrando en una crisis porque amplios segmentos
de la población se estaban organizando de manera activa y estaban
intentando participar en la arena política. El conjunto de élites
coincidían en que había que aplastar el renacimiento democrático
de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los recursos
se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas. Y aquí
hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos mencionado
en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario,
lo anterior constituye un avance en democracia; según el criterio
predominante, es un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había
que obligar a la población a que retrocediera y volviera a la apatía,
la obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo
cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó. Afortunadamente,
la crisis de la democracia todavía está vivita y coleando,
aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un cambio político.
Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados
en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.
Después de la década de 1960 se hizo todo
lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás. La verdad
es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre
técnico: el síndrome de Vietnam, término
que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra nuevas
definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló
de él como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la
fuerza militar. Pero resulta que era la mayoría de la gente
la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia, ya que simplemente
no entendía por qué había que ir por el mundo torturando,
matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya supo Goebbels en su
día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas
inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite
a las veleidades aventureras de un país fuera de sus fronteras.
Tal como decía con orgullo el Washington Post durante
la histeria colectiva que se produjo durante la guerra del golfo Pérsico,
es necesario infundir en la gente respeto por los valores marciales.
Y eso sí es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta
que avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar
los fines de su propia élite doméstica, es necesario valorar
debidamente las virtudes guerreras y no esas inhibiciones achacosas acerca
del uso de la violencia. Esto es el síndrome de Vietnam: hay que
vencerlo.
La representación como realidad
También es preciso falsificar totalmente la historia.
Ello constituye otra manera de vencer esas inhibiciones enfermizas, para
simular que cuando atacamos y destruimos a alguien lo que estamos haciendo
en realidad es proteger y defendernos a nosotros mismos de los peores
monstruos y agresores, y cosas por el estilo. Desde la guerra del Vietnam
se ha realizado un enorme esfuerzo por reconstruir la historia. Demasiada
gente, incluidos gran número de soldados y muchos jóvenes
que estuvieron involucrados en movimientos por la paz o antibelicistas,
comprendía lo que estaba pasando. Y eso no era bueno. De nuevo
había que poner orden en aquellos malos pensamientos y recuperar
alguna forma de cordura, es decir, la aceptación de que sea lo
que fuere lo que hagamos, ello es noble y correcto. Si bombardeábamos
Vietnam del Sur, se debía a que estábamos defendiendo el
país de alguien, esto es, de los sudvietnamitas, ya que allí
no había nadie más. Es lo que los intelectuales kenedianos
denominaban defensa contra la agresión interna en Vietnam
del Sur, expresión acuñada por Adiai Stevenson, entre otros.
Así pues, era necesario que esta fuera la imagen oficial e inequívoca;
y ha funcionado muy bien, ya que si se tiene el control absoluto de los
medios de comunicación y el sistema educativo y la intelectualidad
son conformistas, puede surtir efecto cualquier política. Un indicio
de ello se puso de manifiesto en un estudio llevado a cabo en la Universidad
de Massachusetts sobre las diferentes actitudes ante la crisis del Golfo
Pérsico, y que se centraba en las opiniones que se manifestaban
mientras se veía la televisión. Una de las preguntas de
dicho estudio era: ¿Cuantas víctimas vietnamitas calcula
usted que hubo durante la guerra del Vietnam? La respuesta promedio que
se daba era en torno a 100.000, mientras que las cifras oficiales hablan
de dos millones, y las reales probablemente sean de tres o cuatro millones.
Los responsables del estudio formulaban a continuación una pregunta
muy oportuna: ¿Qué pensaríamos de la cultura política
alemana si cuando se le preguntara a la gente cuantos judíos murieron
en el Holocausto la respuesta fuera unos 300.000? La pregunta
quedaba sin respuesta, pero podemos tratar de encontrarla. ¿Qué
nos dice todo esto sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso vencer
las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar y a otras
desviaciones democráticas. Y en este caso dio resultados satisfactorios
y demostró ser cierto en todos los terrenos posibles: tanto si
elegimos Próximo Oriente, el terrorismo internacional o Centroamérica.
El cuadro del mundo que se presenta a la gente no tiene la más
mínima relación con la realidad, ya que la verdad sobre
cada asunto queda enterrada bajo montañas de mentiras. Se ha alcanzado
un éxito extraordinario en el sentido de disuadir las amenazas
democráticas, y lo realmente interesante es que ello se ha producido
en condiciones de libertad. No es como en un estado totalitario, donde
todo se hace por la fuerza. Esos logros son un fruto conseguido sin violar
la libertad. Por ello, si queremos entender y conocer nuestra sociedad,
tenemos que pensar en todo esto, en estos hechos que son importantes para
todos aquellos que se interesan y preocupan por el tipo de sociedad en
el que viven.
La cultura disidente
A pesar de todo, la cultura disidente sobrevivió,
y ha experimentado un gran crecimiento desde la década de los sesenta.
Al principio su desarrollo era sumamente lento, ya que, por ejemplo, no
hubo protestas contra la guerra de Indochina hasta algunos años
después de que los Estados Unidos empezaran a bombardear Vietnam
del Sur. En los inicios de su andadura era un reducido movimiento contestatario,
formado en su mayor parte por estudiantes y jóvenes en general,
pero hacia principios de los setenta ya había cambiado de forma
notable. Habían surgido movimientos populares importantes: los
ecologistas, las feministas, los antinucleares, etcétera. Por otro
lado, en la década de 1980 se produjo una expansión incluso
mayor y que afectó a todos los movimientos de solidaridad, algo
realmente nuevo e importante al menos en la historia de América
y quizás en toda la disidencia mundial. La verdad es que estos
eran movimientos que no solo protestaban sino que se implicaban a fondo
en las vidas de todos aquellos que sufrían por alguna razón
en cualquier parte del mundo. Y sacaron tan buenas lecciones de todo ello,
que ejercieron un enorme efecto civilizador sobre las tendencias predominantes
en la opinión pública americana. Y a partir de ahí
se marcaron diferencias, de modo que cualquiera que haya estado involucrado
es este tipo de actividades durante algunos años ha de saberlo
perfectamente. Yo mismo soy consciente de que el tipo de conferencias
que doy en la actualidad en las regiones más reaccionarias del
país —la Georgia central, el Kentucky rural— no las podría
haber pronunciado, en el momento culminante del movimiento pacifista,
ante una audiencia formada por los elementos más activos de dicho
movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna parte hay ningún problema.
La gente puede estar o no de acuerdo, pero al menos comprende de qué
estás hablando y hay una especie de terreno común en el
que es posible cuando menos entenderse.
A pesar de toda la propaganda y de todos los intentos por
controlar el pensamiento y fabricar el consenso, lo anterior constituye
un conjunto de signos de efecto civilizador. Se está adquiriendo
una capacidad y una buena disposición para pensar las cosas con
el máximo detenimiento. Ha crecido el escepticismo acerca del poder.
Han cambiado muchas actitudes hacia un buen número
de cuestiones, lo que ha convertido todo este asunto en algo lento, quizá
incluso frío, pero perceptible e importante, al margen de si acaba
siendo o no lo bastante rápido como para influir de manera significativa
en los aconteceres del mundo. Tomemos otro ejemplo: la brecha que se ha
abierto en relación al género. A principios de la década
de 1960 las actitudes de hombres y mujeres eran aproximadamente las mismas
en asuntos como las virtudes castrenses, igual que lo eran las inhibiciones
enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Por entonces, nadie,
ni hombres ni mujeres, se resentía a causa de dichas posturas,
dado que las respuestas coincidían: todo el mundo pensaba que la
utilización de la violencia para reprimir a la gente de por ahí
estaba justificada. Pero con el tiempo las cosas han cambiado. Aquellas
inhibiciones han experimentado un crecimiento lineal, aunque al mismo
tiempo ha aparecido un desajuste que poco a poco ha llegado a ser sensiblemente
importante y que según los sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué
ha pasado? Pues que las mujeres han formado un tipo de movimiento popular
semiorganizado, el movimiento feminista, que ha ejercido una influencia
decisiva, ya que, por un lado, ha hecho que muchas mujeres se dieran cuenta
de que no estaban solas, de que había otras con quienes compartir
las mismas ideas, y, por otro, en la organización se pueden apuntalar
los pensamientos propios y aprender más acerca de las opiniones
e ideas que cada uno tiene. Si bien estos movimientos son en cierto modo
informales, sin carácter militante, basados más bien en
una disposición del ánimo en favor de las interacciones
personales, sus efectos sociales han sido evidentes. Y este es el peligro
de la democracia: si se pueden crear organizaciones, si la gente no permanece
simplemente pegada al televisor, pueden aparecer estas ideas extravagantes,
como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar.
Hay que vencer estas tentaciones, pero no ha sido todavía posible.
Desfile de enemigos
En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos de la guerra
que viene, porque a veces es más útil estar preparado para
lo que puede venir que simplemente reaccionar ante lo que ocurre. En la
actualidad se está produciendo en los Estados Unidos —y no es el
primer país en que esto sucede— un proceso muy característico.
En el ámbito interno, hay problemas económicos y sociales
crecientes que pueden devenir en catástrofes, y no parece haber
nadie, de entre los que detentan el poder, que tenga intención
alguna de prestarles atención. Si se echa una ojeada a los programas
de las distintas administraciones durante los últimos diez años
no se observa ninguna propuesta seria sobre lo que hay que hacer para
resolver los importantes problemas relativos a la salud, la educación,
los que no tienen hogar, los parados, el índice de criminalidad,
la delincuencia creciente que afecta a amplias capas de la población,
las cárceles, el deterioro de los barrios periféricos, es
decir, la colección completa de problemas conocidos. Todos conocemos
la situación, y sabemos que está empeorando. Solo en los
dos años que George Bush estuvo en el poder hubo tres millones
más de niños que cruzaron el umbral de la pobreza, la deuda
externa creció progresivamente, los estándares educativos
experimentaron un declive, los salarios reales retrocedieron al nivel
de finales de los años cincuenta para la gran mayoría de
la población, y nadie hizo absolutamente nada para remediarlo.
En estas circunstancias hay que desviar la atención del rebaño
desconcertado ya que si empezara a darse cuenta de lo que ocurre podría
no gustarle, porque es quien recibe directamente las consecuencias de
lo anterior. Acaso entretenerles simplemente con la final de Copa o los
culebrones no sea suficiente y haya que avivar en él el miedo a
los enemigos. En los años treinta Hitler difundió entre
los alemanes el miedo a los judíos y a los gitanos: había
que machacarles como forma de autodefensa. Pero nosotros también
tenemos nuestros métodos. A lo largo de la última década,
cada año o a lo sumo cada dos, se fabrica algún monstruo
de primera línea del que hay que defenderse. Antes los que estaban
más a mano eran los rusos, de modo que había que estar siempre
a punto de protegerse de ellos. Pero, por desgracia, han perdido atractivo
como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles
como tal, de modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva estampa.
De hecho, la gente fue bastante injusta al criticar a George Bush por
haber sido incapaz de expresar con claridad hacia dónde estábamos
siendo impulsados, ya que hasta mediados de los años ochenta, cuando
andábamos despistados se nos ponía constantemente el mismo
disco: que vienen los rusos. Pero al perderlos como encamación
del lobo feroz hubo que fabricar otros, al igual que hizo el aparato de
relaciones públicas reaganiano en su momento. Y así, precisamente
con Bush, se empezó a utilizar a los terroristas internacionales,
a los narcotraficantes, a los locos caudillos árabes o a Sadam
Husein, el nuevo Hitler que iba a conquistar el mundo. Han tenido que
hacerles aparecer a uno tras otro, asustando a la población, aterrorizándola,
de forma que ha acabado muerta de miedo y apoyando cualquier iniciativa
del poder. Así se han podido alcanzar extraordinarias victorias
sobre Granada, Panamá, o algún otro ejército del
Tercer Mundo al que se puede pulverizar antes siquiera de tomarse la molestia
de mirar cuántos son. Esto da un gran alivio, ya que nos hemos
salvado en el último momento.
Tenemos así, pues, uno de los métodos con
el cual se puede evitar que el rebaño desconcertado preste atención
a lo que está sucediendo a su alrededor, y permanezca distraído
y controlado. Recordemos que la operación terrorista internacional
más importante llevada a cabo hasta la fecha ha sido la operación
Mongoose, a cargo de la administración Kennedy, a partir de la
cual este tipo de actividades prosiguieron contra Cuba. Parece que no
ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción
quizás de la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar
aquello también terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró
que aquello era algo más que una agresión.
Cuando se trata de construir un monstruo fantástico
siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas
para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de defenderse:
sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad de que
se le puede vencer, quizá se le consiga despachar rápido
y lanzar así otro suspiro de alivio.
Percepción selectiva
Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo. En mayo de
1986 se publicaron las memorias del preso cubano liberado Armando Valladares,
que causaron rápidamente sensación en los medios de comunicación.
Voy a brindarles algunas citas textuales. Los medios informativos describieron
sus revelaciones como «el relato definitivo del inmenso sistema
de prisión y tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición
política». Era «una descripción evocadora e
inolvidable» de las «cárceles bestiales, la tortura
inhumana [y] el historial de violencia de estado [bajo] todavía
uno de los asesinos de masas de este siglo», del que nos enteramos,
por fin, gracias a este libro, que «ha creado un nuevo despotismo
que ha institucionalizado la tortura como mecanismo de control social»
en el «infierno que era la Cuba en la que [Valladares] vivió».
Esto es lo que apareció en el Washington Post y el New
York Times en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro
—descrito como un «matón dictador»— se revelaron en
este libro de manera tan concluyente que «solo los intelectuales
occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del tirano»,
según el primero de los diarios citados. Recordemos que estamos
hablando de lo que le ocurrió a un hombre. Y supongamos que todo
lo que se dice en el libro es verdad. No le hagamos demasiadas preguntas
al protagonista de la historia. En una ceremonia celebrada en la Casa
Blanca con motivo del Día de los Derechos Humanos, Ronald Reagan
destacó a Armando Valladares e hizo mención especial de
su coraje al soportar el sadismo del sangriento dictador cubano. A continuación,
se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión
de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí tuvo la oportunidad
de prestar notables servicios en la defensa de los gobiernos de El Salvador
y Guatemala en el momento en que estaban recibiendo acusaciones de cometer
atrocidades a tan gran escala que cualquier vejación que Valladares
pudiera haber sufrido tenía que considerarse forzosamente de mucha
menor entidad. Así es como están las cosas.
La historia que viene ahora también ocurría
en mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación del
consenso. Por entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos Humanos
de El Salvador —sus líderes habían sido asesinados— fueron
detenidos y torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya. Se les
encarceló en una prisión llamada La Esperanza, pero mientras
estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa de los derechos
humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando declaraciones juradas.
Había en aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon
y relataron bajo juramento las torturas que habían recibido: aparte
de la picana y otras atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio,
y la tortura consiguiente, dirigido por un oficial del ejército
de los Estados Unidos de uniforme, al cual se describía con todo
detalle. Ese informe —160 páginas de declaraciones juradas de los
presos— constituye un testimonio extraordinariamente explícito
y exhaustivo, acaso único en lo referente a los pormenores de lo
que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades se consiguió
sacarlo al exterior, junto con una cinta de vídeo que mostraba
a la gente mientras testificaba sobre las torturas, y la Marin County
Interfaith Task Force (Grupo de trabajo multiconfesional Marin County)
se encargó de distribuirlo. Pero la prensa nacional se negó
a hacer su cobertura informativa y las emisoras de televisión rechazaron
la emisión del vídeo. Creo que como mucho apareció
un artículo en el periódico local de Marin County, el San
Francisco Examiner. Nadie iba a tener interés en aquello.
Porque estábamos en la época en que no eran pocos los
intelectuales insensatos y ligeros de cascos que estaban cantando
alabanzas a José Napoleón Duarte y Ronald Reagan.
Anaya no fue objeto de ningún homenaje. No hubo
lugar para él en el Día de los Derechos Humanos. No fue
elegido para ningún cargo importante. En vez de ello fue liberado
en un intercambio de prisioneros y posteriormente asesinado, al parecer
por las fuerzas de seguridad siempre apoyadas militar y económicamente
por los Estados Unidos. Nunca se tuvo mucha información sobre aquellos
hechos: los medios de comunicación no llegaron en ningún
momento a preguntarse si la revelación de las atrocidades que se
denunciaban —en vez de mantenerlas en secreto y silenciarlas— podía
haber salvado su vida.
Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del modo
de funcionamiento de un sistema de fabricación de consenso. En
comparación con las revelaciones de Herbert Anaya en El Salvador,
las memorias de Valladares son como una pulga al lado de un elefante.
Pero no podemos ocuparnos de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia
la próxima guerra. Creo que cada vez tendremos más noticias
sobre todo esto, hasta que tenga lugar la operación siguiente.
Solo algunas consideraciones sobre lo último que
se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos recordando
el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado, ya que llega
a conclusiones interesantes. En él se preguntaba a la gente si
creía que los Estados Unidos debía intervenir por la fuerza
para impedir la invasión ilegal de un país soberano o para
atajar los abusos cometidos contra los derechos humanos. En una proporción
de dos a uno la respuesta del público americano era afirmativa.
Había que utilizar la fuerza militar para que se diera marcha atrás
en cualquier caso de invasión o para que se respetaran los derechos
humanos. Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra
el consejo que se deriva de la citada encuesta, habría que bombardear
El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv, Ciudad del Cabo,
Washington, y una lista interminable de países, ya que todos ellos
representan casos manifiestos, bien de invasión ilegal, bien de
violación de derechos humanos. Si uno conoce los hechos vinculados
a estos ejemplos, comprenderá perfectamente que la agresión
y las atrocidades de Sadam Husein —que tampoco son de carácter
extremo— se incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por
qué, entonces, nadie llega a esta conclusión? La respuesta
es que nadie sabe lo suficiente. En un sistema de propaganda bien engrasado
nadie sabrá de qué hablo cuando hago una lista como la anterior.
Pero si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que
los ejemplos son totalmente apropiados.
Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo a punto de
ser percibido durante la guerra del Golfo. En febrero, justo en la mitad
de la campaña de bombardeos, el gobierno del Líbano solicitó
a Israel que observara la resolución 425 del Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas, de marzo de 1978, por la que se le exigía
que se retirara inmediata e incondicionalmente del Líbano. Después
de aquella fecha ha habido otras resoluciones posteriores redactadas en
los mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado ninguna
de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al mantenimiento de la
ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe las
embestidas del terrorismo del estado judío, y no solo brinda espacio
para la ubicación de campos de tortura y aniquilamiento sino que
también se utiliza como base para atacar a otras partes del país.
Desde 1978, fecha de la resolución citada, el Líbano fue
invadido, la ciudad de Beirut sufrió continuos bombardeos, unas
20.000 personas murieron —en torno al 80% eran civiles—, se destruyeron
hospitales, y la población tuvo que soportar todo el daño
imaginable, incluyendo el robo y el saqueo. Excelente... los Estados Unidos
lo apoyaban. Es solo un ejemplo. La cuestión está en que
no vimos ni oímos nada en los medios de información acerca
de todo ello, ni siquiera una discusión sobre si Israel y los Estados
Unidos deberían cumplir la resolución 425 del Consejo de
Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo modo que nadie
solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los principios defendidos
por dos tercios de la población. Porque, después de todo,
aquello es una ocupación ilegal de un territorio en el que se violan
los derechos humanos. Solo es un ejemplo, pero los hay incluso peores.
Cuando el ejército de Indonesia invadió Timor Oriental dejó
un rastro de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia
al lado de otros ejemplos. El caso es que aquella invasión también
recibió el apoyo claro y explícito de los Estados Unidos,
que todavía prestan al gobierno indonesio ayuda diplomática
y militar. Y podríamos seguir indefinidamente.
La guerra del Golfo
Veamos otro ejemplo mas reciente. Vamos viendo cómo
funciona un sistema de propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea
que el uso de la fuerza contra Iraq se debe a que América observa
realmente el principio de que hay que hacer frente a las invasiones de
países extranjeros o a las transgresiones de los derechos humanos
por la vía militar, y que no vea, por el contrario, qué
pasaría si estos principios fueran también aplicables a
la conducta política de los Estados Unidos. Estamos antes un éxito
espectacular de la propaganda.
Tomemos otro caso. Si se analiza detenidamente la cobertura
periodística de la guerra desde el mes de agosto (1990), se ve,
sorprendentemente, que faltan algunas opiniones de cierta relevancia.
Por ejemplo, existe una oposición democrática iraquí
de cierto prestigio, que, por supuesto, permanece en el exilio dada la
quimera de sobrevivir en Iraq. En su mayor parte están en Europa
y son banqueros, ingenieros, arquitectos, gente así, es decir,
con cierta elocuencia, opiniones propias y capacidad y disposición
para expresarlas. Pues bien, cuando Sadam Husein era todavía el
amigo favorito de Bush y un socio comercial privilegiado, aquellos miembros
de la oposición acudieron a Washington, según las fuentes
iraquíes en el exilio, a solicitar algún tipo de apoyo a
sus demandas de constitución de un parlamento democrático
en Iraq. Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados Unidos
no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En los archivos no consta
que hubiera ninguna reacción ante aquello.
A partir de agosto fue un poco más difícil
ignorar la existencia de dicha oposición, ya que cuando de repente
se inició el enfrentamiento con Sadam Husein después de
haber sido su más firme apoyo durante años, se adquirió
también conciencia de que existía un grupo de demócratas
iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el
asunto. Por lo pronto, los opositores se sentirían muy felices
si pudieran ver al dictador derrocado y encarcelado, ya que había
matado a sus hermanos, torturado a sus hermanas y les había mandado
a ellos mismos al exilio. Habían estado luchando contra aquella
tiranía que Ronald Reagan y George Bush habían estado protegiendo.
¿Por qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión?
Echemos un vistazo a los medios de información de ámbito
nacional y tratemos de encontrar algo acerca de la oposición democrática
iraquí desde agosto de 1990 hasta marzo de 1991: ni una línea.
Y no es a causa de que dichos resistentes en el exilio no tengan facilidad
de palabra, ya que hacen repetidamente declaraciones, propuestas, llamamientos
y solicitudes, y, si se les observa, se hace difícil distinguirles
de los componentes del movimiento pacifista americano. Están contra
Sadam Husein y contra la intervención bélica en Iraq. No
quieren ver cómo su país acaba siendo destruido, desean
y son perfectamente conscientes de que es posible una solución
pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es políticamente
correcto, por lo que se les ignora por completo. Así que no oímos
ni una palabra acerca de la oposición democrática iraquí,
y si alguien está interesado en saber algo de ellos puede comprar
la prensa alemana o la británica. Tampoco es que allí se
les haga mucho caso, pero los medios de comunicación están
menos controlados que los americanos, de modo que, cuando menos, no se
les silencia por completo.
Lo descrito en los párrafos anteriores ha constituido
un logro espectacular de la propaganda. En primer lugar, se ha conseguido
excluir totalmente las voces de los demócratas iraquíes
del escenario político, y, segundo, nadie se ha dado cuenta, lo
cual es todavía más interesante. Hace falta que la población
esté profundamente adoctrinada para que no haya reparado en que
no se está dando cancha a las opiniones de la oposición
iraquí, aunque, caso de haber observado el hecho, si se hubiera
formulado la pregunta ¿por qué?, la respuesta habría
sido evidente: porque los demócratas iraquíes piensan por
sí mismos; están de acuerdo con los presupuestos del movimiento
pacifista internacional, y ello les coloca en fuera de juego.
Veamos ahora las razones que justificaban la guerra. Los
agresores no podían ser recompensados por su acción, sino
que había que detener la agresión mediante el recurso inmediato
a la violencia: esto lo explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún
otro motivo. Pero, ¿es posible que sea esta una explicación
admisible? ¿Defienden en verdad los Estados Unidos estos principios:
que los agresores no pueden obtener ningún premio por su agresión
y que esta debe ser abortada mediante el uso de la violencia? No quiero
poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos,
pero el caso es que un adolescente que simplemente supiera leer y escribir
podría rebatir estos argumentos en dos minutos. Pero nunca nadie
lo hizo. Fijémonos en los medios de comunicación, en los
comentaristas y críticos liberales, en aquellos que declaraban
ante el Congreso, y veamos si había alguien que pusiera en entredicho
la suposición de que los Estados Unidos era fiel de verdad a esos
principios. ¿Se han opuesto los Estados Unidos a su propia agresión
a Panamá, y se ha insistido, por ello, en bombardear Washington?
Cuando se declaró ilegal la invasión de Namibia por parte
de Sudáfrica, ¿impusieron los Estados Unidos sanciones y
embargos de alimentos y medicinas? ¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon
Ciudad del Cabo? No, transcurrió un período de veinte años
de diplomacia discreta. Y la verdad es que no fue muy divertido
lo que ocurrió durante estos años, dominados por las administraciones
de Reagan y Bush, en los que aproximadamente un millón y medio
de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica en los países
limítrofes. Pero olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica
y Namibia: aquello fue algo que no lastimó nuestros espíritus
sensibles. Proseguimos con nuestra diplomacia discreta para acabar
concediendo una generosa recompensa a los agresores. Se les concedió
el puerto más importante de Namibia y numerosas ventajas que tenían
que ver con su propia seguridad nacional. ¿Dónde está
aquel famoso principio que defendemos? De nuevo, es un juego de niños
el demostrar que aquellas no podían ser de ningún modo las
razones para ir a la guerra, precisamente porque nosotros mismos no somos
fieles a estos principios.
Pero nadie lo hizo; esto es lo importante. Del mismo modo
que nadie se molestó en señalar la conclusión que
se seguía de todo ello: que no había razón alguna
para la guerra. Ninguna, al menos, que un adolescente no analfabeto no
pudiera refutar en dos minutos. Y de nuevo estamos ante el sello característico
de una cultura totalitaria. Algo sobre lo que deberíamos reflexionar
ya que es alarmante que nuestro país sea tan dictatorial que nos
pueda llevar a una guerra sin dar ninguna razón de ello y sin que
nadie se entere de los llamamientos del Líbano. Es realmente chocante.
Justo antes de que empezara el bombardeo, a mediados de
enero, un sondeo llevado a cabo por el Washington Post y la cadena
abc revelaba un dato interesante. La pregunta formulada era: si Iraq aceptara
retirarse de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad estudiara
la resolución del conflicto árabe-israelí, ¿estaría
de acuerdo? Y el resultado nos decía que, en una proporción
de dos a uno, la población estaba a favor. Lo mismo sucedía
en el mundo entero, incluyendo a la oposición iraquí, de
forma que en el informe final se reflejaba el dato de que dos tercios
de los americanos daban un sí como respuesta a la pregunta referida.
Cabe presumir que cada uno de estos individuos pensaba que era el único
en el mundo en pensar así, ya que desde luego en la prensa nadie
había dicho en ningún momento que aquello pudiera ser una
buena idea. Las órdenes de Washington habían sido muy claras,
es decir, hemos de estar en contra de cualquier conexión, es decir,
de cualquier relación diplomática, por lo que todo el mundo
debía marcar el paso y oponerse a las soluciones pacíficas
que pudieran evitar la guerra. Si intentamos encontrar en la prensa comentarios
o reportajes al respecto, solo descubriremos una columna de Alex Cockbum
en Los Angeles Times, en la que este se mostraba favorable a
la respuesta mayoritaria de la encuesta.
Seguramente, los que contestaron la pregunta pensaban estoy
solo, pero esto es lo que pienso. De todos modos, supongamos que hubieran
sabido que no estaban solos, que había otros, como la oposición
democrática iraquí, que pensaban igual. Y supongamos también
que sabían que la pregunta no era una mera hipótesis, sino
que, de hecho, Iraq había hecho precisamente la oferta señalada,
y que esta había sido dada a conocer por el alto mando del ejército
americano justo ocho días antes: el día 2 de enero. Se había
difundido la oferta iraquí de retirada total de Kuwait a cambio
de que el Consejo de Seguridad discutiera y resolviera el conflicto árabe-israelí
y el de las armas de destrucción masiva. (Recordemos que los Estados
Unidos habían estado rechazando esta negociación desde mucho
antes de la invasión de Kuwait). Supongamos, asimismo, que la gente
sabía que la propuesta estaba realmente encima de la mesa, que
recibía un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo que cualquier
persona racional haría si quisiera la paz, al igual que hacemos
en otros casos, más esporádicos, en que precisamos de verdad
repeler la agresión. Si suponemos que se sabía todo esto,
cada uno puede hacer sus propias conjeturas. Personalmente doy por sentado
que los dos tercios mencionados se habrían convertido, casi con
toda probabilidad, en el 98% de la población. Y aquí tenemos
otro éxito de la propaganda. Es casi seguro que no había
ni una sola persona, de las que contestaron la pregunta, que supiera algo
de lo referido en este párrafo porque seguramente pensaba que estaba
sola. Por ello, fue posible seguir adelante con la política belicista
sin ninguna oposición. Hubo mucha discusión, protagonizada
por el director de la CIA, entre otros, acerca de si las sanciones serían
eficaces o no. Sin embargo no se discutía la cuestión más
simple: ¿habían funcionado las sanciones hasta aquel momento?
Y la respuesta era que sí, que por lo visto habían dado
resultados, seguramente hacia finales de agosto, y con más probabilidad
hacia finales de diciembre. Es muy difícil pensar en otras razones
que justifiquen las propuestas iraquíes de retirada, autentificadas
o, en algunos casos, difundidas por el Estado Mayor estadounidense, que
las consideraba serias y negociables. Así la pregunta que hay que
hacer es: ¿Habían sido eficaces las sanciones? ¿Suponían
una salida a la crisis? ¿Se vislumbraba una solución aceptable
para la población en general, la oposición democrática
iraquí y el mundo en su conjunto? Estos temas no se analizaron
ya que para un sistema de propaganda eficaz era decisivo que no aparecieran
como elementos de discusión, lo cual permitió al presidente
del Comité Nacional Republicano decir que si hubiera habido un
demócrata en el poder, Kuwait todavía no habría sido
liberado. Puede decir esto y ningún demócrata se levantará
y dirá que si hubiera sido presidente habría liberado Kuwait
seis meses antes. Hubo entonces oportunidades que se podían haber
aprovechado para hacer que la liberación se produjera sin que fuera
necesaria la muerte de decenas de miles de personas ni ninguna catástrofe
ecológica. Ningún demócrata dirá esto porque
no hubo ningún demócrata que adoptara esta postura, si acaso
con la excepción de Henry González y Barbara Boxer, es decir,
algo tan marginal que se puede considerar prácticamente inexistente.
Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel no hubo ningún
editorial de prensa que mostrara su satisfacción por ello. Y otra
vez estamos ante un hecho interesante que nos indica cómo funciona
un buen sistema de propaganda, ya que podríamos preguntar ¿y
por qué no? Después de todo, los argumentos de Sadam Husein
eran tan válidos como los de George Bush: ¿cuáles
eran, al fin y al cabo? Tomemos el ejemplo del Líbano. Sadam Husein
dice que rechaza que Israel se anexione el sur del país, de la
misma forma que reprueba la ocupación israelí de los Altos
del Golán sirios y de Jerusalén Este, tal como ha declarado
repetidamente por unanimidad el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Pero para el dirigente iraquí son inadmisibles la anexión
y la agresión. Israel ha ocupado el sur del Líbano desde
1978 en clara violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad,
que se niega a aceptar, y desde entonces hasta el día de hoy ha
invadido todo el país y todavía lo bombardea a voluntad.
Es inaceptable. Es posible que Sadam Husein haya leído los informes
de Amnistía Internacional sobre las atrocidades cometidas por el
ejército israelí en la Cisjordania ocupada y en la franja
de Gaza. Por ello, su corazón sufre. No puede soportarlo. Por otro
lado, las sanciones no pueden mostrar su eficacia porque los Estados Unidos
vetan su aplicación, y las negociaciones siguen bloqueadas. ¿Qué
queda, aparte de la fuerza? Ha estado esperando durante años: trece
en el caso del Líbano; veinte en el de los territorios ocupados.
Este argumento nos suena. La única diferencia entre
este y el que hemos oído en alguna otra ocasión está
en que Sadam Husein podía decir, sin temor a equivocarse, que las
sanciones y las negociaciones no se pueden poner en práctica porque
los Estados Unidos lo impiden. George Bush no podía decir lo mismo,
dado que, en su caso, las sanciones parece que sí funcionaron,
por lo que cabía pensar que las negociaciones también darían
resultado: en vez de ello, el presidente americano las rechazó
de plano, diciendo de manera explícita que en ningún momento
iba a haber negociación alguna. ¿Alguien vio que en la prensa
hubiera comentarios que señalaran la importancia de todo esto?
No, ¿por qué?, es una trivialidad. Es algo que, de nuevo,
un adolescente que sepa las cuatro reglas puede resolver en un minuto.
Pero nadie, ni comentaristas ni editorialistas, llamaron la atención
sobre ello. Nuevamente se pone de relieve, los signos de una cultura totalitaria
bien llevada, y demuestra que la fabricación del consenso sí
funciona.
Solo otro comentario sobre esto último. Podríamos
poner muchos ejemplos a medida que fuéramos hablando. Admitamos,
de momento, que efectivamente Sadam Husein es un monstruo que quiere conquistar
el mundo —creencia ampliamente generalizada en los Estados Unidos—. No
es de extrañar, ya que la gente experimentó cómo
una y otra vez le martilleaban el cerebro con lo mismo: está a
punto de quedarse con todo; ahora es el momento de pararle los pies. Pero,
¿cómo pudo Sadam Husein llegar a ser tan poderoso? Iraq
es un país del Tercer Mundo, pequeño, sin infraestructura
industrial. Libró durante ocho años una guerra terrible
contra Irán, país que en la fase posrevolucionaria había
visto diezmado su cuerpo de oficiales y la mayor parte de su fuerza militar.
Iraq, por su lado, había recibido una pequeña ayuda en esa
guerra, al ser apoyado por la Unión Soviética, los Estados
Unidos, Europa, los países árabes más importantes
y las monarquías petroleras del Golfo. Y, aun así, no pudo
derrotar a Irán. Pero, de repente, es un país preparado
para conquistar el mundo. ¿Hubo alguien que destacara este hecho?
La clave del asunto está en que era un país del Tercer Mundo
y su ejército estaba formado por campesinos, y en que —como ahora
se reconoce— hubo una enorme desinformación acerca de las fortificaciones,
de las armas químicas, etc.; ¿hubo alguien que hiciera mención
de todo aquello? No, no hubo nadie. Típico.
Fíjense que todo ocurrió exactamente un año
después de que se hiciera lo mismo con Manuel Noriega. Este, si
vamos a eso, era un gángster de tres al cuarto, comparado con los
amigos de Bush, sean Sadam Husein o los dirigentes chinos, o con Bush
mismo. Un desalmado de baja estofa que no alcanzaba los estándares
internacionales que a otros colegas les daban una aureola de atracción.
Aun así, se le convirtió en una bestia de exageradas proporciones
que en su calidad de líder de los narcotraficantes nos iba a destruir
a todos. Había que actuar con rapidez y aplastarle, matando a un
par de cientos, quizás a un par de miles, de personas. Devolver
el poder a la minúscula oligarquía blanca —en torno al 8%
de la población— y hacer que el ejército estadounidense
controlara todos los niveles del sistema político. Y había
que hacer todo esto porque, después de todo, o nos protegíamos
a nosotros mismos, o el monstruo nos iba a devorar. Pues bien, un año
después se hizo lo mismo con Sadam Husein. ¿Alguien dijo
algo? ¿Alguien escribió algo respecto a lo que pasaba y
por qué? Habrá que buscar y mirar con mucha atención
para encontrar alguna palabra al respecto.
Démonos cuenta de que todo esto no es tan distinto
de lo que hacía la Comisión Creel cuando convirtió
a una población pacífica en una masa histérica y
delirante que quería matar a todos los alemanes para protegerse
a sí misma de aquellos bárbaros que descuartizaban a los
niños belgas. Quizás en la actualidad las técnicas
son más sofisticadas, por la televisión y las grandes inversiones
económicas, pero en el fondo viene a ser lo mismo de siempre.
Creo que la cuestión central, volviendo a mi comentario
original, no es simplemente la manipulación informativa, sino algo
de dimensiones mucho mayores. Se trata de si queremos vivir en una sociedad
libre o bajo lo que viene a ser una forma de totalitarismo autoimpuesto,
en el que el rebaño desconcertado se encuentra, además,
marginado, dirigido, amedrentado, sometido a la repetición inconsciente
de eslóganes patrióticos, e imbuido de un temor reverencial
hacia el líder que le salva de la destrucción, mientras
que las masas que han alcanzado un nivel cultural superior marchan a toque
de corneta repitiendo aquellos mismos eslóganes que, dentro del
propio país, acaban degradados. Parece que la única alternativa
esté en servir a un estado mercenario ejecutor, con la esperanza
añadida de que otros vayan a pagamos el favor de que les estemos
destrozando el mundo. Estas son las opciones a las que hay que hacer frente.
Y la respuesta a estas cuestiones está en gran medida en manos
de gente como ustedes y yo.
|