PÚBLICO-PRIVADO, ESPACIO-TERRITORIO:
¿DE LA DICOTOMÍA A LA CONVERGENCIA?
Gabriela de la Peña Astorga

Texto enviado por el autor a Infoamérica.

 

Abstract
A través de este trabajo se pretende analizar los límites ambiguos que separan a las dicotomías público-privado y espacio-territorio en escenarios comunes de las sociedades contemporáneas, partiendo de la premisa de que las condiciones de la modernidad generan prácticas y apropiaciones del espacio que sintetizan elementos de ambos polos. La discusión anterior tiene por objetivo servir de marco para la identificación de los elementos que dan forma a los llamados espacios públicos.

Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles, intocados y casi intocables,
inmutables, arraigados; lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios (...)
Tales lugares no existen, y como no existen el espacio se vuelve pregunta, deja de ser evidencia,
deja de estar incorporado, deja de estar apropiado.

El espacio es una duda: continuamente necesito marcarlo, designarlo;
nunca es mío, nunca me es dado, tengo que conquistarlo.

Mis espacios son frágiles: el tiempo va a desgastarlos, va a destruirlos:
nada se parecerá ya a lo que era, mis recuerdos me traicionarán,
el olvido se infiltrará en mi memoria, miraré algunas fotos amarillentas
con los bordes rotos sin poder reconocerlas.
Ya no estará el cartel con letras de porcelana blanca
pegadas en forma de arco circular sobre el espejo del pequeño café de la calle Coquillière:
“Aquí consultamos el Bottin” y “Bocadillos a todas horas”.

Georges Perec, “Especies de espacios”


Durante mucho tiempo las dicotomías privado/público y espacio/territorio permitieron a los antropólogos abordar fenómenos claramente delimitados tanto en la realidad social y material como en su conceptualización. Sin embargo, con el advenimiento de las nuevas tecnologías de comunicación, del desarrollo de los medios de transporte y del desproporcionado crecimiento que experimentan algunos territorios y espacios que habían permanecido estables hasta hace poco, dichas dicotomías resultan poco útiles al momento de dar cuenta de estos nuevos hechos así como de las prácticas sociales y culturales que generan.

 

Público-privado

 

La distinción entre espacio público y privado se ha referido a lo largo de la historia de las urbes occidentales a la designación de dos esferas con características, prácticas y usos diferentes.
La primera ha sido asociada a los contextos en los que se generan las condiciones políticas, de interés común y de organización social. Por la segunda se ha entendido aquellos lugares en los que el o los individuos desarrollan actividades consideradas no trascendentales para el devenir de la colectividad así como el espacio en el que se despliegan prácticas y emociones ligadas a la idea de intimidad.
García Canclini (1996) realiza un recuento de la construcción de estos espacios remontándose a la Grecia clásica y a sus plazas y ágoras como lugares propiamente de vida pública, aquellos en los que los ciudadanos discutían los asuntos de interés común (p. 5). Durante el iluminismo, comenta, lo público

se situó en otros escenarios urbanos: salones, cafés y clubes fueron los lugares en que los burgueses, habitantes del burgo, elaboraban la argumentación racional de los derechos colectivos, la opinión ilustrada que aspiraba ya a trascender los territorios de minorías y emancipar a todos (op. cit.)

De lo anterior se desprende un concepto de espacio público como lugar preferenciado para la realización de prácticas que implican la toma de decisiones y el establecimiento de lineamientos de organización colectiva. Más allá, constituye la esfera en que las cosas se vuelven “reales” bajo el consenso de los otros, el lugar desde donde se definen los significados compartidos que sustentan la condición humana, como explica Arendt:

Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo ahí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana. Bajo las condiciones de un mundo común, la realidad no está garantizada principalmente por la “naturaleza común” de todos los hombres que la constituyen, sino más bien por el hecho de que, a pesar de las diferencias de posición y la resultante variedad de perspectivas, todos están interesados por el mismo objeto (1993: 66-67).

En contraposición a la definición anterior, espacio privado, siguiendo con Arendt, sería aquel en el cual cada individuo es “tangible y mundano lugar de uno mismo” (op. cit). La importancia de la propiedad privada, con el advenimiento de la industrialización, llevaría a destacar el papel del individuo como recurso indisputable por otros, la posesión de su propio cuerpo como “fuerza de trabajo” (Marx, retomado por Arendt, op. cit). Conceptualización tal que, además de destacar la protección de sí mismo bajo una lógica económica, conduce a la generación de prácticas encaminadas a salvaguardar aquello que se desea mantener fuera de la publicidad:

Una vida que transcurre en público, en presencia de otros, se hace superficial. Si bien retiene su visibilidad, pierde la cualidad de surgir a la vista desde algún lugar más oscuro, que ha de permanecer oculto para no perder su profundidad en un sentido muy real y no subjetivo. El único modo eficaz de garantizar la oscuridad de lo que requiere permanecer oculto a la luz de la publicidad es la propiedad privada, lugar privadamente poseído para ocultarse (Arendt, 1996: 76-77).

O, en palabras de Monnet (1996: 11), se podría distinguir entre lo privado como ámbito del interés individual (intimidad física y preocupaciones económicas) en oposición a la esfera de interés común de los espacios públicos (incluyendo, entre otros, asuntos de “modales en sociedad”, ciudadanía y decisión colectiva). Doméstico vs. laboral, familiar vs. social, económico vs. político, son algunas de las dicotomías que se han asociado a la distinción entre espacios públicos y privados.
Lo anterior, sin embargo, no responde en la realidad empírica a la hibridación (García Canclini) que sufren ambas esferas, y parecería que en lugar de responder a dos mundos distanciados y claramente diferenciados, estos polos forman parte de un continuo que tiende a converger cada vez más hacia su centro.
Ya Arendt (1993) daba cuenta de la forma en que ambos espacios tienden al encuentro y a complementarse de una forma básica para su existencia. Así, una vida privada por completo significa estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una ‘objetiva’ relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida (p. 67).

Pero no sólo eso, algunos autores cuestionan la utilidad de dicha dicotomía ante fenómenos tales como Internet, la expansión de los medios masivos de comunicación
–MMC-, el desarrollo de los medios de transporte y el crecimiento de nuevos espacios destinados a ofrecer la conjunción de lo público y lo privado; tales como los grandes establecimientos de compras, diversión y encuentro (Augé, 1994 y 1998; García Canclini, 1996; Monnet, 1996; Joseph, 1988 y 1999; Signorelli, 1996 y 1999; escuela culturalista latinoamericana y escuela culturalista británica) .[1]
Así mismo, las prácticas cotidianas en las sociedades contemporáneas parecen ser gestionadas a partir de la mezcla de ambos espacios a razón de la integración de la mujer en el mercado laboral, la inclusión de los foros públicos en el hogar (a través de los MMC) y las experiencias de individualidad configuradas a partir de la colectividad (al modo de los “no lugares” de Augé y de De Certeau).
Específicamente, podemos analizar cada uno de estos casos con base en las investigaciones de los autores antes mencionados.
El primer hecho de hibridación privado-público lo podemos encontrar en la incursión de los MMC dentro del espacio doméstico. Las noticias del exterior, el foro público, llegan hasta la intimidad del hogar y se diluyen dentro de las prácticas cotidianas de este contexto. Algunos autores, incluso, afirman que es esta “intromisión” la que determina la dinámica de interacción familiar. Estudios realizados tanto en América Latina, Estados Unidos como en Europa destacan el papel, por ejemplo, de la televisión como compañía, “ruido de fondo”, fuente de conversación y lugar de reunión familiar.[2]
En este sentido, un internauta conectado a la Red desde la privacidad de su lugar de trabajo u hogar, pero que participa desde esa localización como miembro de un foro universal ¿es parte de una esfera pública o privada?
Joseph (1999), retomando la definición de Habermas sobre espacio público, lo explica de la siguiente manera:

Un espacio público, dice Habermas, es una estructura intermediaria que va “del espacio público episódico del bar, de los cafés, y de las calles, hasta el espacio público abstracto creado por los mass media y compuesto de lectores, de oyentes y de espectadores al tiempo aislados y globalmente dispersos, pasando por el espacio público organizado, en presencia de los participantes, que es el de las representaciones teatrales, de los consejos de padres de estudiantes, de conciertos de rock, de las reuniones de partidos políticos o de las conferencias eclesiásticas”. Lejos de poderse reducir a una organización o a un orden, es un “fenómeno social tan elemental como lo son la acción, el actor, el grupo o la colectividad” (p. 14).

Otro tipo de espacio que ha sido descrito como integrado a partir de experiencias colectivas e individuales (o públicas y privadas) al mismo tiempo, son los recorridos realizados en medios de transporte. Augé (1994, 1998) reflexiona acerca de las relaciones espacio-temporales que determinan en lugares como estos vivencias que van desde la mayor subjetividad del individuo durante su trayecto hasta las interacciones que comparte con el resto de los usuarios. Un viaje que se hace en varios planos: hacia adentro, hacia adelante, y con el resto de los objetos/sujetos que comparten el mismo campo de acción. El mismo autor agrega la naturaleza de “soledad en compañía” que se presenta en los vagones del tren o del metro, en los andenes, en los aeropuertos; misma que podría ser traducida como experiencia de lo privado-público simultáneamente.
Los “no lugares”, tanto de Augé como de De Certeau, presentan precisamente estas características de hibridación:

Se ve claramente que por “no lugar” designamos dos realidades complementarias pero distintas: los espacios constituidos con relación a ciertos fines (transporte, comercio, ocio), y la relación que los individuos mantienen con esos espacios (...) los no lugares mediatizan todo un conjunto de relaciones consigo mismo y con los otros que no apuntan sino indirectamente a sus fines: como los lugares antropológicos crean lo social orgánico, los no lugares crean la contractualidad solitaria (Augé, 1994: 98).

El análisis de otros espacios como convergencia de lo público y lo privado se ha centrado en los grandes centros comerciales así como en salones de baile y diversos lugares de ocio.
Monnet (1996) realiza el estudio de zonas de comercio en las ciudades de París, Los Angeles y México, D. F. con el objetivo de detectar la forma en que se experimentan cotidianamente los intercambios sociales y económicos dentro del marco de lo público y/o privado. Sus conclusiones incluyen reflexiones acerca de la forma en que los espacios son refuncionalizados por parte de los actores (comerciantes, clientes, poder estatal) con el fin de integrar ambas esferas a conveniencia: mientras en París la privatización de las aceras es percibida como símbolo de urbanidad, de centralidad y de vida en las calles, en los nuevos centros comerciales construidos en las afueras de la Ciudad se busca lograr una publicización de lo privado a partir de las instalaciones abiertas a todo público, una vez que se ha accedido al interior del mismo.
Por su parte, tanto en México, D. F. como en Los Angeles, agrega el autor, la dicotomía privado-público se presenta bajo tensión constante. Las calles, como lugares por definición públicos, son campo de batalla de los distintos sectores de la población que buscan privatizarla para sí mismos; hacer de los espacios públicos un territorio señalado y utilizado para los fines concretos de un grupo.
Si bien los espacios públicos y privados pueden ser diferenciados a partir de las prácticas que ahí se generan, y, como hemos visto, los límites entre uno y otro no pocas veces son, más que una oposición, parte de un continuo; existen al menos dos parámetros que podría distinguirlos claramente: por un lado, el acceso que los individuos tienen en ellos, y por otro, las condiciones de tránsito o estaticidad que ahí se presentan.
Keane (en García Canclini, 1996) propone, a propósito del acceso, trabajar con tres tipos de espacio. Para él, existe un “mosaico complejo de esferas públicas de diferentes tamaños, sobrepuestas e interconectadas” (op. cit: 6) que van desde la esfera micropública –espacios locales-, mesopúblicas –millones de personas interactuando al nivel de Estado-nación-, y macropúblicas –centenares de millones de individuos involucrados en disputas de poder de alcance global. Aunque dicha caracterización incluye como elemento clave las luchas de poder entre élites, ésta también podría ser transferida a los grupos no hegemónicos en sus interacciones cotidianas.
Pero nuevamente el factor de acceso hace aparición, ya que el involucramiento de los distintos sectores de las sociedades en estas esferas se encuentra directamente relacionado con sus posibilidades económicas, políticas, sociales y culturales de participación a través de los canales que vehiculan esos procesos de interacción (de la Peña, 1998).



 
Espacio-territorio
 

Otra dicotomía frecuentemente utilizada por los investigadores para referirse a los campos de relaciones sociales es la que se refiere a espacio-territorio.
Generalmente, se entiende esta distinción a partir de un principio de propiedad; el primero se asociaría con lo público, mientras el segundo lo haría con lo privado.
El territorio, en otras palabras, vendría a ser el lugar de alguien o de algunos y mostraría señales de claras pertenencia e identidad. El espacio, por su parte, se referiría a aquellos lugares -materiales o no- en el que existe libre acceso; un espacio relacionado frecuentemente con la idea de extranjeridad (Joseph, 1999), de anonimato (Augé, 1994; Delgado, 1998; Goffman, 1979; entre otros) e incluso de democracia (Joseph, 1999) en el sentido de igualdad de condiciones para su explotación como lugar practicado vs. lugar habitado.
García (1976) presenta sintéticamente la discusión que en torno a espacio-territorio se ha suscitado entre los estudiosos del fenómeno:

El territorio es un espacio con unas características determinadas, que de manera general podríamos denominar sociales y culturales (...) el territorio es un espacio socializado y culturizado [Esto] nos permite parcelar y tratar aquellas formas espaciales que conllevan significaciones socioculturales, tales como la casa, las propiedades territoriales, los espacios de ubicación grupal, propios o extraños, y de manera general cualquier formalización o simbolismo, que operando sobre una base espacial, actúe como elemento sociocultural en el grupo humano, abriéndosenos así las puertas de las cosmogonías, de las creencias, de las supersticiones y de cualquier otro tipo de folklore que se relacione con el tema (p. 26).

Así, el territorio es aquel espacio semantizado, marcado con los símbolos de identidad y las normas de relación del grupo que lo ocupa, lo reviste y lo mantiene como tal.
El énfasis en la distinción de espacio-territorio ha sido puesto por diversos autores sobre la variable de accesibilidad. En ese sentido, un espacio público, a diferencia de un territorio, se distinguiría sobre todo por la libertad de recorrerlo, cruzarlo, utilizarlo y dotarlo de sentido por parte de cualquier individuo que respete el contrato social establecido para mantener su orden:

Se sabe que esta definición conjuga las propiedades de un espacio de circulación regido por un “derecho de visita” –la hospitalidad universal, al contrario del derecho de acogida en casa, no garantizan sino el simple paso por el territorio de otro- y las propiedades de un espacio de comunicación regido por un derecho de mirada que impone a toda acción la satisfacción de las exigencias de una palabra pública, es decir, someterse a los protocolos de la confesión y a los procedimientos de la justificación (Joseph, 1999: 40).

Hasta aquí la diferencia entre espacio y territorio parece clara; no lo es tanto, sin embargo, en contextos cuyas realidades económicas, sociales o políticas conducen a una mezcla de ambos en un mismo espacio. Lugares en los que el territorio como recurso es escaso o en los que el espacio, que en teoría es de libre acceso, en realidad presenta una serie de obstáculos para algunos grupos o individuos que deseen disfrutar de su “derecho de visita”.
Aún más, aquellos espacios de libre circulación en cuya práctica cotidiana operan categorizaciones sociales o culturales cuya dinámica hace que distintos sectores de la población vivan de forma diferente la misma experiencia de tránsito o uso (pueden ser los casos que reseña Monnet sobre las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México o de las de Los Angeles –(1996)-, de los distintos estudios sobre género y espacio público –Del Valle (1994), Aixela (2000)-, así como los de etnicidad).
Sin embargo, desde un punto de vista teórico, estas características en un lugar cualquiera no lo harían espacio público, sino territorio.
El reto entonces, al momento de abordar empíricamente un espacio determinado, estaría en el hecho de reportar y analizar la forma en que estos matices determinan la dinámica y las prácticas cotidianas de los actores que lo construyen.

 

 
Hacia una definición de espacio público
 

El objetivo de presentar en este trabajo las discusiones que se suscitan alrededor de conceptos como espacio, territorio, publicidad o privacidad consiste en esclarecer los límites que una definición de espacio público presenta.
En síntesis y a partir de lo anteriormente expuesto, se puede mencionar que un espacio público sería aquel en el que la libertad de acceso y de utilización constituye la característica más importante.
Pero esta definición resulta reduccionista, pues ignora las cuestiones relativas al tipo de interacción que en estos lugares se presenta.
La ciudad heterogenética, tal como la concebían los teóricos de la Escuela de Chicago (cit. en Hannerz, 1986), da lugar a la construcción de nuevas formas de comportamiento público basado en los principios que Goffman (1979) ha destacado: interpretaciones de papeles para cada situación social, juego que se da en el contexto de las apariencias compartidas, de suposiciones y rectificaciones sobre la marcha.
Los espacios públicos son aquellos que se componen del conjunto de movimientos moleculares –la vida en la gran ciudad, sugería Simmel, “es la intensificación de la estimulación nerviosa, el amontonamiento de imágenes rápidamente cambiantes, las discontinuidades perceptibles en una sola mirada y lo inesperado de las nuevas impresiones”, (cit. en Hannerz, 1986: 78)-. Son fragmentos de historias que tienen su propia lógica y estructura, que son diseñadas y puestas en escena mediante un proceso de negociación simbólica que incluye miradas furtivas, movimientos corporales apenas perceptibles, señales abiertas para el resto de los participantes/actores/constructores.
Este movimiento molecular es especialmente constitutivo de los espacios públicos, en los que el todo se compone de espontáneos y fugaces intercambios realizados bajo la premisa de un contrato social entre sus participantes encaminado a una ordenación de tiempos y espacios que permita el libre tránsito de individuos anónimos cuyos trayectos confluyen por un momento en ese punto.
Sobre la anterior idea de un tipo de interacción orientada hacia un tránsito sin “choques” (materiales o sociales), Lyn H. Lofland (1985) retoma la descripción de las habilidades del usuario de espacios públicos en la ciudad (que resume como “avoiding skills”). A partir de ellas, concluye:

Uno no puede dejar de pensar en lo irónico que resulta que toda la estrategia para “evitar” la ciudad tenga que ser vista como aquello que captura, precisamente, su esencia (p. 141).

Dicha dinámica de ordenación hace alusión a un ritmo que, en ocasiones más rápido o más lento, podría constituir la base de estos “no lugares”. Espacios que están “por llenar” todo el tiempo con el flujo de las experiencias y encuentros que ahí se dan lugar. Son

Estructuras estructurantes, puesto que proveen de un principio de vertebración, pero no aparecen estructuradas –esto es concluidas, rematadas-, sino estructurándose, en el sentido de estar elaborando y reelaborando constantemente sus definiciones y propiedades, a partir de los avatares de la negociación ininterrumpida a que se entregan unos componentes humanos y contextuales que raras veces se repiten (Delgado, 1999: 25).

Son, así mismo, los lugares intersticiales, liminales, de frontera a que han hecho referencia los expositores de la Escuela de Chicago en el sentido de ser espacios neutros en el que se dan todo tipo de ambigüedades –vs. códigos o comportamientos establecidos rígidamente- y componentes de los ritos de paso. Tránsito entre un mundo
-material y de representación- y otro. Son “espacios situados entre una cosa y otra (...) las materias extrañas tienden a reunirse y apelmazarse en todas las grietas, hendiduras y resquebrajaduras: los intersticios” (Thrasher, cit. en Hannerz, 1986: 49).
Los ritos de paso [3], si así consideramos a la experiencia de tiempo y espacio a la que se expone el usuario de los lugares de tránsito, incluirían entonces los procesos por los cuales los individuos se disfrazan de “nada”, o más bien, de “nadie”. Ambigüedad que caracterizaría su representación en público; con la “máscara en turno” puesta, el individuo tomaría el lugar que le corresponde en dicho escenario: exactamente el mismo que el de su vecino, lo que lleva a una situación del otro generalizado:

En la calle, no sólo yo es otro, sino que todo el mundo es, en efecto, otro (...) Hay que repetirlo, el espacio público –baile de máscaras, juego expandido- lo es de la alteridad generalizada (Delgado, 1999:120)

Es una alteridad que precisamente por serlo, se reconoce y afirma en los comportamientos de otros. Haciendo como el resto, como le corresponden a él y a cualquier otro en el espacio que comparten, es que ve satisfecha su conciencia social.
Lograr una actuación (performance) verosímil, coherente con el contexto de la situación y con las ideas que imagina en los demás acerca de sí mismo, es el objetivo detrás de su comportamiento (Goffman, 1979).
Esto no significa, sin embargo, que cada recorrido por un lugar de tránsito esté sujeto a unas reglas inamovibles por aprendidas. Todo lo contrario, el espacio público, bajo la conceptualización que aquí se ha retomado (de Augé, De Certeau, Delgado Goffman, Simmel, entre otros) es construido y reconstruido por sus usuarios en cada corte que de su continuo flujo pudiéramos hacer. Los interaccionistas simbólicos, en todo caso, ya lo habían dicho claramente:

La significación social de los objetos [en este caso aplicado a los cuerpos en movimiento y a las relaciones que de ahí se derivan [4]] proviene del hecho de dar sentido al curso de nuestras interacciones. Y si algunas de estas significaciones son estables en el tiempo, tienen que ser negociadas en cada nueva interacción. La interacción se define como un orden negociado, temporal, frágil, que debe ser reconstruido permanentemente con el fin de interpretar el mundo (...) el mundo social no se da, sino que se construye “aquí” y “ahora” (Coulon, 1998: 18-19).

Así, el espacio público representa el lugar en el que confluyen variables relacionadas directamente con las condiciones de modernidad; desde sus características materiales –movimiento, interconexión, anonimato, entre otras- hasta sus consecuencias en la interacción –de negociación instantánea, fragmentaria, basada en la externalización o las “fachadas” de la persona.
Al mismo tiempo, como se ha mostrado a lo largo de este trabajo, las dicotomías entre privado y público así como entre espacio y territorio se presentan en los lugares comunes de las sociedades contemporáneas más como partes de un continuo -e incluso de un híbrido-, que como polos opuestos. Este hecho podría también presentarse en la dinámica de los espacios públicos; la forma en la que los actores podrían estarlo construyendo es una cuestión que requiere de investigación empírica en escenarios específicos.

 

 
Bibliografía
 

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[1] Para el área de comunicación masiva los trabajos de García Canclini, 1990; González, 1990; Martín Barbero, 1987; Orozco, 1994; entre otros, retoman en el contexto latinoamericano la hibridación público-privado. Algunas prácticas semejantes son reportadas para el caso europeo a través de Ang, 1990; Fiske, 1987; Morley, 1992.

[2] Ver autores de la escuela culturalista latinoamericana y europea. Esta realidad se presenta sobre todo en contextos en los que otros medios de recreación se encuentran fuera del alcance social o económico de las familias. Estudios en México, Brasil, Colombia, Venezuela, Argentina y Chile así lo demuestran.

[3] Descritos por Van Gennep (1986, p. 20) como aquellos que “agrupan todas la secuencias ceremoniales que acompañan el paso de una situación a otra y de un mundo (cósmico o social) a otro”.

[4]El paréntesis es mío.