Discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias (2002)

Edward Said



Es un tremendo honor recibir este extraordinario premio y poder compartirlo con mi estimado amigo y compañero Daniel Barenboim. No encuentro palabras para agradecer a los miembros del jurado del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia el habernos elegido para recibir este maravilloso reconocimiento. Quisiera felicitar asimismo a los demás galardonados cuyos excepcionales logros en las Artes y en las Ciencias de igual modo se han reconocido hoy aquí.
El mundo de hoy está lleno de identidades nacionales y nacionalismos confrontados. Ya hace años que llenan las noticias, y muchos son el resultado de lo que sucedió cuando los grandes imperios clásicos empezaron a despedazarse después de la Segunda Guerra Mundial. Con demasiada frecuencia los programas de los imperios para el reparto, como los que tuvieron lugar en la India y Palestina, agravaron las tensiones entre comunidades aún más que antes y no parecían solucionar nada. Los nacionalistas musulmanes e hindúes siguen en su lucha y los árabes palestinos y judíos israelíes todavía están muy lejos de cualquier perspectiva de paz. El principio y la práctica de la convivencia y la igualdad parecen tan distantes como para ser utópicos hasta el ridículo. Lejos de conseguir algo y hacerse realidad, las naciones enfrentadas entre sí causan directamente la terrible violencia de la guerra y del largo conflicto. Otras luchas latentes a favor de la identidad nacional están a punto de estallar, subyacen heridas y una sensación de injusticia que a menudo acaban en confrontación abierta.

Sin embargo, en todos los casos, ambas partes en conflicto sobre la identidad nacional consideran que tienen la justicia de su parte. Pero, ¿dónde está la justicia? ¿Consiste en seguir luchando aunque su poder haya superado con creces la de su enemigo? ¿O consiste en oponerse a las acciones injustas y no cesar de llamar la atención sobre los abusos de los derechos humanos y políticos? ¿O consiste en asumir una posición de superioridad y fingir que la identidad nacional no es de su incumbencia?

El problema de fondo, en todo esto, es que resulta imposible ser neutral o considerar estas tensiones desde la distancia. Por muy objetivos que intentemos ser, de una manera u otra, son cuestiones de vida y muerte para todos los seres humanos. Cada uno de nosotros pertenece a una comunidad con su propia narrativa nacional, sus propias tradiciones, lenguaje e historia, ideas básicas y héroes. Estos proporcionan la sustancia con la que se forman todas las identidades nacionales, aunque no todas se encuentran en pie de guerra y bajo constante presión. Además, es verdad que ninguna identidad nacional se establece para siempre, ya que la dinámica de la historia y de la cultura garantizan una evolución, cambios y reflexión constantes. Lo peor es cuando individuos o grupos fingen ser los únicos representantes verdaderos de una identidad, los únicos intérpretes legítimos de la fe, los únicos portaestandartes de la historia de un pueblo, la única manifestación real de una identidad dada, sea islámica, judaica, árabe, americana o europea. De convicciones tan insensatas surgen no sólo el fanatismo y el fundamentalismo, sino también la falta total de comprensión y de compasión por el prójimo.

Para mí uno de los rasgos especialmente atractivos de la identidad española es que se trata de una nación que ha negociado con éxito el pluralismo -e incluso las contradicciones confrontadas- en la historia de su identidad compleja. Las historias islámicas, judaicas y cristianas de España proporcionan conjuntamente un modelo de convivencia de tradiciones y de creencias. Lo que podría haber sido una guerra civil interminable ha desembocado en el reconocimiento de un pasado multicultural y una fuente de esperanza e inspiración, en vez de antagonismos y desacuerdos. Lo que en el pasado se reprimía o se negaba en la larga historia de España, ha recibido su debido reconocimiento gracias a los esfuerzos de rescate histórico de figuras heroicas como Américo Castro y Juan Goytisolo.

Como palestino nacido en Jerusalén, mi historia nacional y la sociedad de mis antepasados estalló en pedazos en 1948 cuando se creó el estado de Israel. Desde entonces -la mayor parte de mi vida- he participado en la lucha no sólo para llevar la justicia y la restitución a mi pueblo sino también para mantener viva la esperanza de autodeterminación. Nuestra historia moderna como pueblo está llena de sufrimientos sin reconocimientos y de despojo continuo. Como americano que lleva una vida de privilegio y estudio en la Universidad de Columbia, donde he tenido una suerte enorme en mi vida como profesor, llegué a comprender muy pronto que tenía que elegir entre olvidarme de mi pasado y de los muchos familiares que se convirtieron en refugiados sin hogar en 1948, o dedicarme a paliar los efectos de los traumas producidos por el sufrimiento y el despojo escribiendo, hablando y dando testimonio de la tragedia de Palestina. Me enorgullece decir que escogí este último camino y, con él, la causa de una política estadounidense no militarista y no imperialista. Siempre he creído en la superioridad del argumento racional sobre la lucha armada, en la franqueza y en la honestidad empleadas en pro no de la exclusión sino de la inclusión. ¿Cómo reconciliar la realidad de un pueblo oprimido, explotado y al que se le han negado sus derechos políticos y humanos, con la realidad de otro pueblo cuya historia de persecución y genocidio, en mi opinión, injustamente anuló la existencia de otro pueblo indígena en su camino hacia la autodeterminación? Ésta fue la cuestión. Consistía en tener la cooperación de muchas personas, muchos compañeros y amigos de ideas afines, de árabes y judíos, y no árabes y no judíos, cuya pasión por la justicia los unió con el pueblo de Palestina, que sufre bajo la ocupación militar israelí desde hace treinta y cinco años. Este sufrimiento, además del despojo de toda la nación palestina en el exilio, clamaba por la justicia y el reconocimiento.

Ha sido una lucha dura y estamos lejos de acercarnos a su final. Los sacrificios diarios de valientes palestinas y palestinos que siguen con sus vidas a pesar de los toques de queda, las demoliciones de sus casas, las matanzas, las detenciones en masa y la expropiación de sus tierras. Siempre necesitamos el apoyo moral, necesitamos la imaginación del mundo, necesitamos demostrar a aquellos que crean que Palestina/Israel es la tierra de un solo pueblo, que es una tierra para dos pueblos que no pueden ni exterminarse ni expulsarse los unos a los otros sino que, de alguna manera, tienen que acercarse como iguales, con derechos iguales de vivir en paz y seguridad, juntos. Por lo tanto, es esencial para mí reconocer la fuerza y dedicación de aquellos israelíes y judíos que han superado las fronteras de la convención, de la conformidad y de la identidad autoritaria y han reconocido su responsabilidad moral hacia una causa que de tantas maneras también es su causa. Quisiera rendir homenaje a Daniel Barenboim que nos ha ofrecido, a los palestinos y a otros árabes, sus grandes dones de músico como expresión de la forma más alta de solidaridad humana.

Aunque parezca extraño, es la cultura en general y la música en particular las que proporcionan un modelo alternativo para identificar el conflicto. Yo sólo puedo hablar aquí como palestino, pero siempre me ha sorprendido cuanto nos ha empobrecido y limitado nuestra vida de lucha, simplemente porque como pueblo privado del derecho de ciudadanía, hemos tenido la tendencia a enfocar todas nuestras energías en la meta inmediata de conseguir la independencia por los medios más directos posibles. Por supuesto, esto es comprensible. Pero existe lo que yo llamaría la política cultural de largo alcance, que proporciona un espacio literalmente más amplio para la reflexión y en último término para la concordia, y que puede sustituir la tensión y el desacuerdo permanentes. La literatura y la música abren este tipo de espacio, porque básicamente son artes no de antagonismo sino de colaboración, receptividad, recreación e interpretación colectiva. Nadie escribe ni toca un instrumento para leerse o escucharse a sí mismo; siempre está el lector o el oyente, y con el tiempo este público va creciendo. Mi amigo Baremboim y yo hemos optado por este camino más por motivos humanísticos que políticos, porque pensamos que la ignorancia y la autoafirmación reiterada no son estrategias de supervivencia sostenible. La disciplina y la dedicación nos han proporcionado una fuerza motriz que nos permite unir a nuestras comunidades sin espejismos, sin abandonar nuestros principios. Lo alentador es ver la cantidad de jóvenes que han respondido, y la manera en que, incluso en tiempos tan difíciles como éstos, jóvenes palestinos han decidido estudiar música, aprender a tocar un instrumento o practicar su arte.

Quién sabe hasta dónde llegaremos y a quiénes haremos cambiar de opinión. La belleza de esta pregunta es que no se puede ni responder ni desestimar fácilmente. Su reconocimiento de nuestros esfuerzos, no obstante, nos ayuda a dar un gran paso hacia adelante.