La nueva oligarquía digital

ALGO MÁS QUE CONCENTRACIÓN ECONÓMICA*

- Los medios, expresión de la cultura democrática, cada vez más lejos de la matriz pública que define su función social


Bernardo Díaz Nosty

(*) Artículo aparecido en la revista Temas, núm. 67, Madrid, junio 2000.


Con escaso debate, ausente el pensamiento crítico de la escena, se asiste a una carrera de sucesivos cambios en el sistema de medios que ya están transformando la naturaleza del espacio público, los mecanismos de creación de opinión y, lógicamente, las relaciones de poder en la sociedad. El escenario que se dibuja, conviene advertir, no pertenece a los claroscuros más pesimistas de la prospectiva, ni se desarrolla en los territorios lejanos y extremos de la literatura apocalíptica.

En muchos aspectos, España está a la cabeza de Europa en la demolición del viejo sistema de medios y en la instalación, bajo el rubro absorbente de lo digital, de un nuevo entramado de soluciones que lleva aparejado un cambio profundo en la estructura de propiedad. A rebufo de la creación de infraestructuras para la distribución de señales, las corporaciones de referencia, entre las que figuran las privatizadas en los últimos años, desarrollan economías de gama que integran el ciclo completo de la comunicación –la explotación digital intensiva-, en el que, lógicamente, figuran los medios. El caso de Telefónica, además de constituir el ejemplo más claro, resulta deslumbrante.

El análisis crítico centraba su mirada, cuando la concentración alcanzaba niveles que hoy parecerían risibles, en las vinculaciones de dependencia existentes entre el capital de los medios y la expresión política de éstos. Se buscaba una dirección ideológica en las formas de construir la realidad, en una época donde la pluralidad de los medios se asociaba a la titularidad de los mismos.

Los vectores de la concentración no residen hoy, de manera preferente, en las empresas especializadas en los medios, como ocurría en pasadas décadas, sino que nacen de los grandes conglomerados, para los que la comunicación, además de ampliar la gama de su actividad, aporta otros valores añadidos de extraordinaria importancia en la fijación de los territorios de poder, interlocución e influencia.

Dominada la escena por un número reducido de grupos, cada vez más vinculados o próximos a los núcleos duros del quehacer económico nacional, el principal problema que se aprecia está asociado con el concepto teórico de la preagenda, esto es, con la impronta que la propiedad del medio puede trasladar al mensaje, siempre que ésta afecte al derecho a la información. Los intereses del emisor, de sus accionistas de referencia, de sus socios financieros, de sus anunciantes, prevalecen, al menos en situaciones críticas, en la construcción informativa de los medios, de modo que la agenda se sesga en exceso hacia aquellos intereses*.

Si no de una clara censura, sí se trata de una práctica que, en virtud de la amplitud de la preagenda, produce silencios, limitaciones o magnifica la expresión. Es aquí donde el poder económico se hace poder político, en la medida en que la capacidad económica para emitir -limitada en la práctica a un reducido núcleo- se transforma en recurso político para crear opinión pública.

Desregulación y reducción del espacio público

Nada indica que la tendencia mundial a la concentración vaya a sufrir un giro brusco y que el desiderátum del análisis crítico –una mayor correspondencia entre la pluralidad ideológica y la titularidad de los medios- pueda celebrarse. Muy por el contrario, en los próximos años se van a acentuar los vínculos de la economía globalizada, que asigna a las infraestructuras de comunicación y a la creación de imaginarios –de ideas, de cosmovisiones- un papel central.

La necesaria desregulación del audiovisual y de las telecomunicaciones se hizo bajo el señuelo de la libertad de expresión y el fin de los monopolios públicos. Una desregulación imbuida de excesivos tics tecnocéntricos y extremadamente parca en la evaluación de los impactos sociales, incluidos aquellos que alcanzan a la cultura democrática. Hoy, los recientes monopolios públicos nacionales han ampliado la naturaleza estratégica de su actividad, estimulando la concentración de los actores privados de referencia en oligopolios que ya no limitan su estructura de propiedad y de mercado al territorio nacional, y que, frecuentemente, se han apoyado, para su rápido crecimiento, en las antiguas infraestructuras públicas –redes de distribución- y en el acompañamiento político/normativo de la Administración. En un caso como el español, este acompañamiento, extraordinario en el tránsito público-privado y posterior desarrollo de Telefónica, contrasta con la orfandad en las iniciativas de amparo a la sociedad civil en el mismo ámbito de la comunicación.

La supervivencia de una democracia efectiva parece pasar por la restitución de los fundamentos del pacto social que han sido dañados o alterados por lo que, eufemísticamente, podría denominarse una rápida propensión globalizadora. La voracidad del fenómeno encierra, sin embargo, la semilla de su fragilidad. En muy pocos años, el cambio tecnológico, exhibido como catalizador de la modernidad y del progreso, conduce, en ciclos rápidos de consumo y moda, gran parte de las pautas y hábitos individuales y sociales; en buena medida, se ha apropiado de la capacidad de innovación social, esto es, de intervención de la propia sociedad en la construcción de su futuro. El futuro es, cada vez más, la moda, el halo redentor del nuevo ciclo tecnológico.

En términos de comunicación, las restricciones de la innovación social se traducen, en la práctica, en limitaciones de la expresión. A los problemas derivados de la titularidad se suman los que conciernen a los usos tecnológicos, que cambian estrategias, describen nuevos lenguajes, modifican los valores retóricos, redefinen la interlocución. En definitiva, queda en gran medida fuera del espacio de dominio público el control de instrumentos tecnológicos en permanente transformación, circunstancia que afecta, como queda dicho, a la capacidad de expresión y a la innovación social.

La pluralidad menguante y el déficit democrático

Asistimos a una perversión interesada del concepto “libertad de expresión”, que cada vez más se asocia a un criterio en extremo reduccionista, como es el de la libertad de empresa. Y en la medida en que el sistema de medios constituye un poder, o es extensión de poder o proyección de poder, éste interviene frente aquellos poderes públicos que esbozan propuestas normativas, democratizadoras, de amparo a la ciudadanía y de acceso de ésta a soluciones de expresión plurales, mediante la denuncia de esos propósitos como instancias censoras o intervencionistas.

El escaso debate que envuelve el fenómeno de la comunicación, prácticamente inexistente en España, descuida la reflexión sobre el impacto cultural, político y social de procesos que hoy son centrales en la reformulación del Estado de derecho. En un país que es la excepción en Europa en materia de instituciones de control audiovisual, resulta difícil hacer propuestas de cultura democrática sin que éstas sean descalificadas como iniciativas intervencionistas y censoras.

El Gobierno francés ha venido mostrado su preocupación por la preservación de los bienes culturales más allá de su dimensión o tratamiento exclusivo como valores de mercado. Preocupación ignorada en España, cuando no combatida desde la misma ignorancia de su alcance. En el campo más específico de la comunicación y de la información, en el que se describen las expresiones emergentes de los nuevos actores y núcleos de poder, es donde se produce el mayor déficit democrático, donde la desregulación mercantil absorbe o integra parcelas del plano público que se refieren al derecho a la información y a la creación de opinión.

No se trata de combatir el establecimiento mercantil, ni siquiera de denostar la concentración como el último estadio de la perversión de la pluralidad democrática, sino de instalar en el Estado de derecho nuevos mecanismos de defensa de las libertades y de los derechos democráticos que impidan la sumisión del espacio público, como expresión de la soberanía popular, a las inducciones del mercado como única o máxima referencia.

El usufructo mercantil derivado de la explotación privada de los medios no conlleva la privatización de los derechos públicos que conciernen a los sujetos receptores de contenidos, como son el derecho a la información, la moral pública, la privacidad, la protección de la infancia, etc. Ni tampoco la entronización, como valores dominantes en la construcción de la realidad, de aspectos que se corresponden exclusivamente con los intereses particulares del emisor.

Las corrientes que preconizan la democratización de los medios parten de la necesidad de una clara distinción entre los planos normativos que definen la propiedad, las infraestructuras y los contenidos, de modo que la titularidad de un medio no signifique patente de corso sobre su discurso, especialmente en el terreno de la información y la inducción de opinión. Esto es, que la posición dominante de los oligopolios transnacionales no sea el último estadio de decisión y control sobre contenidos que afecten la faceta cívica de sus clientes, o a lo que aún se entiende como el espacio público de debate de la sociedad civil.

Cabe pronunciarse aquí a favor de la “excepción democrática de la información y de la comunicación”, y en concreto de aquellos aspectos donde instancias externas a lo público, pero amparadas y legitimadas por figuras jurídicas del espacio público, como es la libertad de expresión, puedan alterar, por posiciones de dominio, las reglas del juego de la sociedad democrática. Lo contrario significaría caer en la dictadura de los medios, entendidos éstos no como contrapoderes sociales, según la vieja teoría, sino como instrumentos al servicio de las nuevas clases rectoras.

El desarrollo de la comunicación en la última década ha pasado de una etapa de seducción e ilusión tecnológica a otra de naturaleza económico-especulativa. El asentamiento de un modelo sostenible, en términos de mercado y de su ubicación en una sociedad democrática avanzada, pasa necesariamente por la producción de contenidos y servicios para los nuevos soportes. Y es en este estadio donde deben crearse interfaces entre el mercado y la sociedad civil, lógicamente a través de las instituciones del Estado de derecho, de modo que la tendencia oligopolística en el sector de la explotación digital no acentúe la aparente tendencia al secuestro de derechos que, inequívocamente, pertenecen al plano cívico de los consumidores de los medios.