Acercar Europa a los europeos. Un reto vital (*)

 

El tropiezo de la Constitución europea tras los referendos fallidos en Francia y Países Bajos en la primavera de 2005 ha dado al traste con la que debía ser la “finalidad política” de un proyecto que cumple más de medio siglo: construir una Unión federal enmarcada en una Constitución democrática; una Unión de base popular, con un demos soberano y bajo la idea de un “patriotismo constitucional”.

La crisis de la Constitución, desencadenada por los “noes” de los ciudadanos de dos Estados miembros fundadores, puso sobre el tapete una cuestión que estaba ya en la base del Mandato de Laeken para la elaboración del texto constitucional: la “brecha” entre la UE y sus ciudadanos. Pero la Constitución “imposible” es también el reflejo de una “necesidad” inevitable que se recoge en el título de este libro: la de acercar Europa a los europeos; un reto vital para una Unión que camina en este siglo XXI más allá de los imperativos de la integración económica; una Europa que no podrá ser sino la “Europa de los ciudadanos”.

 

La ciudadanía y la identidad: los retos vitales de la Europa actual

 

Puede parecer paradójico: en una Unión que dio sus primeros pasos con el consenso tácito de la ciudadanía, se ha producido ahora un auténtico “retorno del ciudadano”, pero a modo de “disenso activo” contra la lejana tecnocracia europea. La ciudadanía europea se coloca así en el epicentro de un proceso de integración que no puede ya avanzar sino con el beneplácito explícito de los ciudadanos. ¿Podría ser de otra forma? El desbloqueo del proyecto europeo, la reforma institucional, el refuerzo de la cohesión social, la democratización de las instituciones, o el consenso en la toma de decisiones… Son todos ellos asuntos que no pueden acometerse sin tener en cuenta los intereses de los ciudadanos. En realidad, se ha demostrado que la salud de la democracia comunitaria –como la de cualquier otra democracia nacional- no puede sustentarse sólo en los Tratados, en el Derecho, en la estructura institucional, o en el sistema de gobernanza, sino que depende también, y fundamentalmente, de las cualidades y actitudes de sus ciudadanos en un espacio que debe estar abierto al diálogo y a la participación.

La problemática de la ciudadanía europea y su impacto en la construcción europea no es ajena al denominado “retorno del ciudadano” que se produce en la Teoría política y en las Ciencias Sociales en los años noventa. En un famoso ensayo publicado en 1994, Kymlicka y Norman[1] identifican razones de índole teórica y política para justificar el renacido interés por el tema de la ciudadanía en la Teoría, el pensamiento y el discurso político: la discusión doctrinal entre el liberalismo y el comunitarismo en relación a un concepto de ciudadanía vinculado a las ideas de derechos individuales y a la de pertenencia a una comunidad; eventos políticos como la apatía hacia la participación política en EEUU, o el desafío del neoconservadurismo en el mundo anglosajón para con el Estado del bienestar.

En la Europa continental, la transformación social operada por los flujos migratorios transformó las sociedades europeas en espacios multiculturales, donde la figura del residente “extracomunitario” se convierte, además, en una especie de ciudadano de segunda clase –de tercera, incluso, si tenemos en cuenta a los ciudadanos de los nuevos Estados miembros-; todo a partir de una ciudadanía europea vinculada directamente a la nacionalidad. La ciudadanía también estaba “de moda” a causa de un proceso de integración europea de la que nacía una nueva dimensión para la ciudadanía más allá del Estado-nación: la supranacional o transnacional. Un matiz más que sumar a la ya tradicionalmente compleja noción de ciudadanía.

En realidad, el concepto de ciudadanía implica algo más que un estatus legal o el reconocimiento de una serie de derechos y obligaciones. Se configura a partir de dos elementos más que también atañen, por ende, al éxito del proyecto europeo: la pertenencia a una comunidad política determinada –generalmente nacional-, y la participación activa en la vida pública. La ciudadanía atañe también a la identidad, y la participación propicia ese vínculo de referencia.

A este respecto, no hay que olvidar que la reflexión sobre la ciudadanía en el campo de la Sociología se vincula con el denominado “retorno del sujeto” y la preocupación por todo lo que atañe, en general, a la “crisis de las identidades” ante la acción de la globalización en todas sus vertientes. Las sociedades europeas se vienen desarrollando en una especie de constante redefinición de las identidades: la construcción de una identidad europea entra en conflicto con las identidades nacionales preexistentes; las fronteras de Europa –las geográficas, las políticas, y también las de identidad- se redefinen a partir de la ampliación hacia el Este-; el Sur del Mediterráneo se presenta como una fructífera y necesaria influencia, pero desde el otro lado Europa se avista como una “fortaleza”; la inmigración provoca rechazo pero es inevitable el diálogo entre culturas para convivir en paz; la acción homogeneizadora de la globalización choca con el reclamo de la particularidad… El “Babel” cultural europeo es ahora aún más complejo si cabe.

¿Es posible configurar un nuevo concepto de ciudadanía europea que integre y armonice todas las características de la realidad política y sociocultural de la actual Unión Europea?

Responder a esta pregunta esencial es el desafío que centra los esfuerzos de este libro. El reto vital de Europa en este siglo XXI es doble: es de índole identitario y democrático. Se trata de dos procesos íntimamente relacionados y que tienen que ver con el sentimiento de pertenencia a Europa, con la necesidad de convivencia entre distintas culturas y etnias, con la participación activa de la ciudadanía en su proceso político y decisorio, y en última instancia con la legitimidad democrática de la Comunidad. Acercar a los ciudadanos a la Unión Europea pasa por una ciudadanía consciente de sus derechos y obligaciones; pasa por el estímulo de la participación en un espacio público transnacional donde una aún emergente sociedad civil europea encuentre los canales de participación y de diálogo y el lugar que se merece en un proceso decisorio más abierto y transparente. La “finalidad” última de la UE pasa irremediablemente por avanzar hacia esa Unión “cada vez más estrecha” entre los Estados y entre los ciudadanos, entre todos los que habitamos Europa.

 

De la ciudadanía supranacional a la identidad supranacional

 

 

La creación de una ciudadanía de la Unión en el Tratado de Maastricht marca un nuevo hito dentro del desarrollo de la ciudadanía moderna. Si desde el final de la Guerra Fría asistimos a lo que se ha llamado “el fin de las naciones” como entidades de organización social, la ruptura con el esquema clásico de interdependencia entre el ciudadano y el Estado-nación no es de menor envergadura. Pero ¿hasta qué punto se rompe este vínculo con la actual disposición jurídica de la ciudadanía europea? Estamos ante unas de las cuestiones clave a las que se intenta responder en las primeras páginas del libro.

El concepto y status civitatis de la ciudadanía creada por los arquitectos europeos sigue estando sujeta a la cuestión de la nacionalidad y queda reducida a derechos básicos –los deberes no aparecen explicitados- y, en definitiva, siguen siendo los Estados los que deciden quién ostenta la condición de ciudadano europeo y quién no, en virtud de cada modelo nacional de ciudadanía. Este minimalismo legal, que limita la extensión de los beneficios de cada ciudadano de un Estado miembro a otros Estados miembros, impide que la ciudadanía europea pueda convertirse en una plataforma para una aplicación más eficaz de los derechos ya reconocidos, para la ampliación de tales derechos a los residentes no nacionales, y, lo que es más importante, para la creación de nuevos derechos y de un auténtico sistema de protección de los Derechos Fundamentales y socio-culturales en el marco comunitario. Habría sido de otra forma si se hubiese apostado por una concepción maximalista de la ciudadanía, con la asunción de derechos soberanos por parte de las Instituciones europeas. Pero la dicotomía de la ciudadanía comunitaria sigue siendo un reflejo de la tradicional tensión entre una concepción intergubernamental y una supranacional en el proceso de integración europea.

A pesar de todo, la creación de la ciudadanía europea era una apuesta definitiva por superar la concepción de la Unión en el siglo XX como “Europa de los trabajadores” y proyectar hacia el siglo XXI una verdadera “Europa de los ciudadanos”. Era el momento y era necesario: la libre circulación de personas, en el contexto del Mercado Común, había preparado esa ciudadanía común; pero en Maastricht se daba un paso en firme hacia una Unión Política, y hacia una unidad “cada vez más estrecha” también “entre los pueblos”.

En realidad, el elemento de pertenencia de la ciudadanía no sólo abarca la esfera jurídica y su vinculación con la nacionalidad, y la creación de la ciudadanía europea responde, en último término, a la necesidad de construir una identidad colectiva para los ciudadanos comunitarios; una identidad común plasmada en unos valores compartidos y como base de legitimidad democrática para la actuación de las Instituciones de la Unión. La ciudadanía europea debía convertirse en el referente sociocultural y de identidad de la una Unión Política Europea. Se precisaba una auténtica soberanía popular para un nuevo capítulo de la integración europea en la que los conflictos de intereses y de ideales se sitúan más en torno a nuevos valores y conceptos de orden cultural. Europa buscaba entonces dejar de ser, recordemos las palabras de Delors, un “un objeto político no identificado”.

El problema consistía, sigue consistiendo, en encontrar las bases para sustentar esa identidad colectiva europea. ¿Podemos encontrar en Europa un origen común, a modo de pertenencia pre-política? ¿Podemos reivindicar ese origen, acaso un destino común, sin pecar de “eurocentristas”? Construir una identidad supranacional puede ser una empresa imposible para un Continente -¿podemos referirnos a Europa así?- que es en realidad, como lo definió Lucien Febvre[2], una “unidad histórica”, un conjunto de “diversidades, pedazos, jirones de unidades históricas anteriores”.

La malograda Constitución europea era una buena oportunidad para fundar la identidad europea sobre otras bases, de carácter más ético, cívico y político. La idea de “patriotismo constitucional”, reivindicada desde la izquierda europea y popularizada en los escritos de J. Habermas, ofrece la posibilidad de configurar la identidad comunitaria en la práctica de la ciudadanía activa y en el marco democrático y el haz de derechos otorgados por un texto constitucional. La meta federal de la Unión va de la mano de la meta constitucional. La “Europa de los ciudadanos” también. ¿De qué otra manera la ciudadanía europea puede convertirse en un sujeto que no puede ser sino un demos soberano?

             

Tres políticas comunitarias: tres formas de abordar la ciudadanía europea

 

 

La necesidad de conciliar las distintas dimensiones de la ciudadanía que atañen al desarrollo de la integración europea se traduce en este libro en una aproximación al concepto de ciudadanía europea desde una perspectiva cultural y democrática. Este objetivo atañe de forma esencial a tres ámbitos de actividad política que integran una dimensión ciudadana y que tradicionalmente se implican en la construcción de la identidad: la  cultura, la educación, y la promoción de la participación ciudadana a partir del estímulo para el desarrollo de una sociedad civil genuinamente europea.

 

Cultura y diversidad como motores de ciudadanía

 

Toda política cultural europea pasa por el reconocimiento de una cultura común dentro del respeto de la diversidad. Se trata de un principio que las instituciones europeas han elaborado bajo la fórmula mágica del “unity within variety”: ninguna otra expresión podría representar mejor la riqueza de la diversidad cultural europea –una oportunidad más que un obstáculo- y, ante todo, la necesidad de avanzar juntos hacia una unión más estrecha entre los pueblos europeos, reconociendo un andamiaje cultural en nuestra herencia judeo-cristiana y greco-romana, pero dentro del respeto hacia otros pueblos, fuera y dentro de nuestras fronteras. “Unidad dentro de la diversidad”: todo el capítulo segundo del libro está dedicado al desglose teórico de este lema y al análisis de las distintas iniciativas que en materia de cultura y diversidad se han puesto en práctica en la UE y en otras organizaciones internacionales como la UNESCO.

Este lema es, ante todo, interpretado como un símbolo que subyace a la construcción de la ciudadanía europea. La dimensión cultural del proceso de integración debe jugar un rol decisivo en ese objetivo vital de construir una “Europa de los ciudadanos”. Así lo reconocen el Parlamento Europeo y el Consejo en el documento que pone en marcha la primera iniciativa en materia de cooperación cultural comunitaria, el programa Cultura 2000: la cultura, se afirma, es “un elemento esencial de la integración europea”; alberga un importante valor socio-económico; fomenta la cohesión social, y es un factor de creación de ciudadanía. El factor cultural e identitario es, pues, un recurso necesario para lograr “la plena adhesión y participación de los ciudadanos en la construcción europea” (Decisión del Parlamento Europeo y del Consejo No 508/2000/CE).

La iniciativa Cultura 2000 es la apuesta definitiva por una política cultural europea cuya base legal se hace esperar hasta el acuerdo de Maastricht de principios de los noventa; hasta entonces, la dimensión económica había primado sobre la cultural dentro del proceso de integración, en buena medida por la dificultad de intervenir en un ámbito especialmente legado a la identidad nacional. Pero, si Europa “llegó tarde a la cultura”[3], a partir de la puesta en marcha del programa marco a principios del nuevo siglo las iniciativas en materia cultural se han sucedido a ritmo vertiginoso: el programa Cultura 2007, la Capital Europea de la cultura, el programa a favor de las organizaciones y de las acciones de interés cultural, la cooperación cultural con otras regiones del mundo y con organismos internacionales, la política de promoción del diálogo intercultural, etc.

La promoción de la cultura y de la diversidad europeas se convierte, definitivamente, en un vector esencial para “hacer realidad” la ciudadanía europea; un auténtico motor de generación de pertenencias que logre la inclusión de la ciudadanía en el proyecto político comunitario. El respeto y la promoción de la diversidad cultural es un concepto clave que abandera el posicionamiento de la Unión ante la cultura en la era de la globalización y en el marco del comercio internacional: el “giro” desde la “excepción” hacia la “diversidad”, de la mano con la UNESCO, describe un posicionamiento menos férreo y proteccionista ante la influencia cultural extranjera –norteamericana sobre todo-, pero también más blando y menos eficaz desde el punto de vista jurídico.

 

“Enseñar” la ciudadanía europea: hacia una dimensión europea de la educación

 

El capítulo tercero está dedicado a indagar en la conceptualización y la práctica de una “educación para la ciudadanía activa”, en el valor de la educación para el desarrollo de competencias sociales y ciudadanas, así como para la construcción, en un nivel afectivo, de la identidad. En un siguiente término se aborda el camino hacia una dimensión europea de la educación y su papel en el desarrollo de la ciudadanía e identidad europeas: distintas iniciativas que desde la segunda mitad de la década de los setenta desembocan en el “giro hacia el conocimiento” (Agenda 2000 y Estrategia de Lisboa) y, así, en los procesos definitivos de cooperación comunitaria en materia de educación superior (Proceso de Bolonia) y de formación profesional (Proceso de Copenhague).

            Si Europa llega tarde a la cultura, no lo hace antes a la educación. No es hasta Maastricht cuando se dota a la Unión de competencias explícitas en los ámbitos de la educación y la formación, y tal es la base legal que sirve de lanzadera para los primeros programas comunitarios –el Erasmus fue una excepción- en la segunda mitad de los noventa: Sócrates y Leonardo. En su segunda fase, iniciada en 2000, el programa Sócrates –Comenius, Erasmus, Grundtvig, Lingua y Minerva, entre otros- se articula sobre los ejes básicos del reto de la Europa del conocimiento y el fomento del aprendizaje permanente, dando un impulso definitivo a la configuración de una dimensión europea de la educación. En concreto, el programa Erasmus –que cumplió en 2007 su vigésimo aniversario y que ha promovido la movilidad de más de un millón de estudiantes-, juega un papel central dentro del denominado Proceso de Bolonia para la creación de un Espacio Europeo de Educación superior.

            El hito de Bolonia –inscrito dentro de los Objetivos de Lisboa en materia de educación y formación- propiciará la “armonización” de los sistemas de educación superior en Europa: un sistema de tres ciclos (grado, máster y doctorado), la garantía de calidad y el reconocimiento de los títulos y periodos de estudio. Todo en pos de una enseñanza superior que, a través de la investigación, la educación y formación, y la innovación, se convierta en uno de los ejes centrales de una Europa que apuesta por una economía y una sociedad basadas en el conocimiento y en la competitividad.

            El aprendizaje de la ciudadanía activa pasa por la adquisición de competencias personales, cívicas, sociales y laborales, en contextos formales e informales, en actividades de educación y de formación profesional, y a lo largo de toda la vida. El concepto de “lifelong learning” –“aprendizaje permanente”- es central dentro de la Estrategia de Lisboa, y en torno a él se articula el nuevo programa de acción integrado en el ámbito del aprendizaje permanente, que sustituye desde 2007 a Sócrates y Leonardo. En materia de ciudadanía, los objetivos específicos del renovado programa pasan por el logro de la cohesión social, el fomento de la ciudadanía activa, del diálogo intercultural y de la igualdad de género. Todo a través de acciones específicas para estimular los intercambios, la cooperación y la movilidad entre los sistemas de educación y formación europeos. Y todo al servicio de los Objetivos de Lisboa: Europa convertida en la sociedad del conocimiento más avanzada del mundo, con un crecimiento económico sostenible, con más y mejor empleo y una mayor cohesión social.

 

Hacia un demos europeo: espacios de participación para una ciudadanía europea “soberana”

 

            El último capítulo del libro indaga en la discusión sobre la existencia de un “pueblo” europeo y la propia configuración de sus dos dimensiones, demos –o ciudadanía- y ethnos –o identidad étnico-cultural-, una cuestión que se encuentra en el epicentro de la idea de una democracia europea que se sustente en una base popular. La cuestión del demos es vital para configurar a partir de este concepto el debate acerca del desarrollo y consolidación de una sociedad civil europea y de un espacio público transnacional.

La ciudadanía europea no puede ser sino la “piedra fundadora” de estas dos realidades. Una política comprometida para con la promoción de la ciudadanía europea activa debe consolidar los espacios de participación, promover un verdadero debate público transnacional sobre las cuestiones que afectan a la Unión y que preocupan a la sociedad europea, implicando a los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones a través de los interlocutores sociales y de las organizaciones de la sociedad civil. Es necesaria una apuesta definitiva para zanjar el “déficit democrático”: acercar a los europeos a una UE cada vez más accesible, cercana, comprensible, transparente y abierta. La cuestión no es baladí: el éxito del proyecto europeo depende en gran medida del proyecto de una ciudadanía europea activa.

           

A modo de conclusión…

 

Construir una Unión Europea más humana y democrática para por aunar esfuerzos en todos los ámbitos de actividad comunitaria, en todos aquellos que integran una dimensión ciudadana; es decir, en TODOS: desde el medio ambiente, hasta el deporte, pasando por la agricultura, el turismo, la política regional, la comunicación, la sociedad de la información o el audiovisual, sin olvidar la libre circulación de personas. Pero no es el objetivo de este libro aportar una visión integral de la ciudadanía, sino concentrarse en los aspectos de raíz cultural, en las cuestiones que afectan a la identidad y a la participación ciudadana; en dimensiones de la ciudadanía a menudo eclipsadas por su contenido legal. 

En todas las políticas, y teniendo siempre en cuenta en las decisiones todas aquellas cuestiones que afectan a los intereses de los ciudadanos europeos. Si el individuo se encuentra en el centro del proyecto europeo –recordemos las palabras de Jean Monnet: “no coaligamos Estados, unimos hombres”,- la ciudadanía europea no puede estar sino en el centro de la toma de decisiones. La conclusión es sencilla, a simple vista, y necesaria, pero, a la luz de los acontecimientos, también imposible, por ahora: Europa sólo se construirá, sólo avanzará, con los ciudadanos.

 

Juan TOMÁS FRUTOS

Encarnación HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ

 

(*) Éste es un resumen del libro de Encarnación Hernández Rodríguez, titulado: “Acercar Europa a los europeos. Un reto vital”, publicado por Euroeditions, en el año 2008.

 



[1] Kymlicka, W. & Norman, W. (1994). Return of the Citizen: A Survey of Recent Work on Citizen Theory. Ethics, 104(2), 352-381.

[2] Febvre, L. (2001). Europa: Génesis de una civilización (J. Vivanco, Trad.). Barcelona: Crítica. (Trabajo original publicado en 1999 – Curso profesado en el Collège de France en 1944-1945).

[3] Mattelart, A. (2006). Diversidad cultural y mundialización (G. Multinger, Trad.). Barcelona: Paidós. (Trabajo original publicado en 2005).