Las
dimensiones jurídica, ética, militar y económica
del ataque sobre Irak (marzo de 2003) forman parte del debate sostenido
por la opinión pública mundial, del que, en alguna
medida, se hacen eco los medios. El orden internacional, se dice,
ha sido gravemente alterado con la acción promovida por los
Estados Unidos y se abren incertidumbres insospechadas en el escenario
virtual que alberga el mito programático de la ‘sociedad
de la información’.
En el campo académico, a pesar de los alcances que esta guerra
hace explícitos en aspectos como el periodismo, las tecnologías
de la información, el modelo social y el espacio público
de debate, prevalecen tímidas respuestas que, en muchos casos,
no pasan de una plausible actitud militante, externa o anterior
al dominio académico o profesional.
Durante al menos dos décadas hemos asistido a un progresivo
desplazamiento del análisis crítico, del cuestionamiento
que precede a los procesos creativos de conocimiento, y a la entronización
de una visión tecnológico-gerencial de la Universidad
y de buena parte de la investigación. Los nuevos usos tecnológicos
se han asumido, por regla general, de forma acrítica, tal
vez como efecto de la seducción del espectacular impacto
de la moda tecnológica (1). Esto es, como consecuencia de
esa especie de hedonismo intelectual que se ve alentado en su dimensión
estética, en los protocolos de representación simbólica
del ser académico, por el ‘élan’ de la innovación
tecnológica, que tantas veces lleva al abandono del compromiso
intelectual, a la relajación de su contribución en
los procesos de innovación social.
En estos márgenes del pensamiento, o en sus marginalidades,
con tanta frecuencia desoladores, florecen visiones puramente mercantiles
o se instalan minifundios del conocimiento que poco o nada tienen
que ver con la dimensión academia, al tiempo que desvirtúan
el sentido cívico, político, ético y cultural
del espacio que integran la comunicación, el periodismo y
los medios.
La esterilización de las últimas décadas no
sólo ha borrado huellas ideológicas, cuestión
que sería menor, sino que ha devaluado las herramientas que
permiten, por ejemplo, el cuestionamiento crítico de la misma
cultura tecnológica, en la medida en que la moda tecnológica,
el último ciclo de la 'tecnología obsolescente', parece
convertirse en un fin en sí mismo de la modernidad, del progreso,
de la innovación.
La onda corta del pensamiento
Esta tibieza crítica
ante hechos que desdibujan el escenario previamente idealizado y
abrazado, como es el de la cultura tecnológica, no es el
fruto de un cortocircuito sobrevenido, sino la resultante de una
progresiva degradación y de la construcción de castillos
teóricos sobre las arenas movedizas del pensamiento-moda.
La degradación del pensamiento crítico, al menos en
nuestro espacio académico, se corresponde también
con una banalización de los estudios de comunicación,
tanto por la proliferación de instalaciones para-académicas
como por el reduccionismo de los objetivos curriculares a meras
soluciones de formación profesional de bajo perfil.
El llamado pensamiento latinoamericano de la comunicación
no siempre está integrado en la formación teórica,
donde triunfan los criterios sociológicos norteamericanos
o los planteamientos gerenciales de la comunicación. Hay
más arraigo y recorrido del pensamiento de la comunicación
para el desarrollo y de la defensa cívica de la función
social de los medios en muchos colectivos profesionales del periodismo
que en la aulas. Luis Ramiro Beltrán ha comentado con frecuencia
esta desatención académica, como también lo
ha hecho, entre otros, Martín-Barbero. Es injusto, no obstante,
generalizar, porque son muchas las excepciones que contradicen esta
atrevida visión de conjunto.
Desde Europa, con la misma perplejidad que debe tener la mirada
latinoamericana hacia España, nos preguntamos cuál
es el pensamiento actual de la comunicación en América
Latina. ¿Hay un pensamiento latinoamericano? Existen buenos
maestros de taller, pero escasa innovación teórica.
La investigación, que es la madre de la creatividad, se instruye
con reglas miméticas de modelos externos de análisis,
que no siempre son los más idóneos, ya que están
basados muchas veces en el estudio de fenómenos ajenos y
alejados de las realidades políticas, económicas y
culturales de las naciones latinoamericanas.
Sorprende, por el contrario, la intensa actividad congresual, el
recorrido de ‘papeles’ por las canteras de donde se nutren los expedientes
académicos de los méritos de salón, con un
criterio de cuantificación burocrática no necesariamente
amigo de la creación y el cuestionamiento crítico
de lo establecido.
La seducción tecnológica, incluso de la más
vulgar cacharrería técnica, se ha apoderado de las
aulas y ha dejado en un segundo plano la vertiente ética
de la comunicación, su dinámica cívica y política,
su proyección cultural (2). La tecnología adquiere
aquí esa idea de ‘caballo de Troya’ del que hablara Paulo
Freire, por el que se introduce el mercado en la academia, disuelve
el pensamiento especulativo y entroniza la ‘racionalidad digital’.
Pero también se mantiene, en la otra cara de la moneda, la
bandera de la ‘mediofobia’, enarbolada desde posiciones no tanto
de fundamentalismo ideológico, sino de ceguera disciplinar.
Distintos análisis trazan distancias con los medios, que
aparecen más que como objetos de análisis, como lacras
dignas de estudio. La formación académica se sustituye,
en estos casos, por la terapia contundente del apaleamiento del
sistema.
La circunstancias no son, en términos generales, tan dramáticamente
distintas entre las realidades de España y Portugal y las
de las naciones de América Latina, como tampoco lo son en
la de la 'calidad' de los contenidos de medios, que bien pudiera
parecer que deberían estar más relacionadas con unas
realidades económicas muy contrastadas.
La cuestión
de los medios
Al analizar los ‘valores nutritivos’
de los consumos mediáticos se observa que su calidad y composición
no se corresponden con el nivel de desarrollo económico de
los países. En términos generales, se puede decir
que son más homogéneos los contenidos que ilustran
un cierto imaginario colectivo en el conjunto de las naciones de
América Latina que su realidad económica. El ‘escenario
virtual’, por ejemplo, que recrea el espacio cultural iberoamericano
participa de muchos elementos comunes y apenas reproduce la brecha,
más impresionante que la digital, que existe entre los 19.000
dólares de renta per capita de España y los 2.000
de El Salvador. Incluso, el nivel de competencia más bajo
de algunos mercados audiovisuales propicia, en ocasiones, la paradoja
de soluciones audiovisuales más dignas en naciones económicamente
empobrecidas, donde los ingredientes de 'telebasura' son significativamente
más bajos.
No se ha estudiado aún, por ejemplo, el flujo de contenidos
audiovisuales entre América Latina y España. Esto
es, la constatación de la existencia progresiva de un escenario
convergente, o la estandarización necesaria de la oferta
para la creación de lo que algunas corporaciones españolas
han denominado su ‘mercado natural’. La sorpresa ante la diferencia
–hace dos décadas, las crónicas radiofónicas
deportivas de Colombia, Argentina o Brasil producían hilaridad
en España-, ha derivado, por una banalización reduccionista,
en la práctica de lenguajes convergentes, perfectamente homologables.
Tampoco se ha estudiado el vacío cultural existente detrás
de las fuertes inversiones de compañías españolas
como Telefónica en su expansión mediática por
algunas naciones de América Latina. Como si la posición
económica dominante y la creación de infraestructuras
tecnológicas fuera un fin en sí mismo, independientemente
de la calidad de los contenidos o de la sensibilidad y diversidad
cultural de las naciones. En el reencuentro de España con
América Latina se han puesto de manifiesto, por decirlo de
manera ambigua, demasiadas paradojas... (3).
Puede parecer sorprendente que la banalización más
acusada de los medios y la degradación del espacio público
de debate no hayan calado en la creación de nuevas corrientes
de pensamiento identificables y reconocibles en el campo de la comunicación,
más allá de la vigilia intelectual de los ‘clásicos’
latinoamericanos. O que se haya producido esa ruptura, más
que generacional, de identidad, por la que se abandonan las huellas
de las ideas que nutrieron la comunicación para el desarrollo,
para la democracia y la paz, como si los problemas que las alumbraron
hubiesen desaparecido, y se fijen ahora, cuando las preocupaciones
son más atrevidas, casi radicales, en los problemas de la
‘brecha digital’, que no son sino una manifestación más
de sistemas económicos dualizados, donde ya existía
antes, con carácter endémico, brecha social, brecha
cultural, brecha sanitaria... ¿O es que en lectura de diarios
y de libros no había una brecha tan acusada o mayor que en
el caso de Internet?
La espontaneidad crítica y
la debilidad argumental
En la escena doméstica
española se pone frecuentemente de manifiesto que la plena
convergencia con Europa, alcanzada en términos económicos,
no se corresponde con la homologación de la cultura política,
con el desarrollo de la vida democrática. Las políticas
gubernamentales venían adoleciendo de cultivos cívicos
y mostraban abusos, ya practicados por otras administraciones, en
el uso patrimonial de los medios de comunicación. Sin embargo,
el crédito del gobierno ante la opinión pública
resistía con fuerza el paso del tiempo, a pesar de que los
analistas más críticos descubrían esas graves
debilidades democráticas, que no eran denunciadas con firmeza
en el discurso tenue de la oposición.
El estado de opinión y las tendencias electorales favorecían
al gobierno de Madrid, que se apoyaba en un amplio abanico de medios
públicos (aquí, mejor decir gubernamentales) y numerosos
espacios del sistema derivados de la privatización de los
monopolios estatales (por ejemplo, Telefónica, propietaria,
entre otras, de Antena 3 y Onda Cero).
Algunos analistas llegaban a suponer que la opinión pública
había sido secuestrada por el tornado audiovisual, que no
sólo actuaba en la escena informativa, sino en los estímulos
provocados por la vulgaridad creciente de los contenidos. Es el
renacentismo del ‘Gran Hermano’ y ‘Operación Triunfo’,
programas de inmersión audiovisual de las nuevas generaciones.
Sin embargo, en ese escenario, con muy pocos contrastes y alternativas,
aparecen destellos que indican que la sociedad no ha desaparecido,
confirmando así las nuevas teorías de la sociología
política que hablan de la crisis de representación
y del rearme espontáneo de la sociedad cuando se producen
estados de necesidad.
En 2002, con ocasión de la primera huelga general contra
el gobierno del presidente Aznar, convocada para impedir la aprobación
de una reforma laboral, los portavoces del ejecutivo se apresuraron
a declarar que tal huelga no había existido... Meses después,
un accidente fortuito, en absoluto atribuible, en un primer momento,
a la gestión del ejecutivo, se convirtió en otro punto
de fricción social, al anteponerse la retórica de
la desinformación y del ‘no ha pasado nada’ a una gestión
informativa de la catástrofe clara y veraz. Me refiero, claro,
al hundimiento del petrolero Prestige frente a las costas
de Galicia y al surgimiento espontáneo del movimiento ‘nunca
mais’, en el que se perciben valores de un concepto ecológico
de la seguridad, de la seguriadad del planeta, opuesto al concepto
de seguridad-identidad nacional del modelo norteamericano.
Por último, la posición del gobierno en el ataque
a Irak descubre nuevos matices en el uso sesgado de la información
y en la utilización propagandística de los medios,
mediante la creación de un escenario maniqueo, donde los
‘buenos’ están con Estados Unidos y, quienes no apoyan la
causa, o están con Sadam y el terrorismo internacional o
son víctimas de los partidos democráticos que configuran
la oposición al gobierno; esto es, todos menos el gobernante.
Los tres sucesos han descubierto, sin embargo, un fenómeno
paradójico. En las aulas universitarias españolas,
la espontaneidad de la protesta ha sido clara y unánime.
Pero esa protesta es más una representación emotiva
de la indignación que el fruto de un análisis o la
interpretación argumental de una toma de posición
o de conciencia estructurada a la vieja usanza ideo-metodológica.
Las consignas descriptivas ‘nunca mais’, en el caso del Prestige,
y ‘no a la guerra’, en el conflicto de Irak, han sintetizado el
discurso y, como le gusta decir al presidente Aznar, lo han ‘pancartizado’.
Esa falta de instrumentos de análisis, de metodologías,
de capacidad de navegación por el pensamiento, parece ser
en parte resultante, al menos como hipótesis razonable, de
la banalización mediática de los quince últimos
años, pero también del desarme crítico, de
la depreciación del pensamiento en nuestras universidades,
con el posible desplazamiento de amplios sectores de la juventud
hacia el refugio de las posiciones antisistema.
La crisis de la ‘sociedad
de la información’
Con los proyectiles caídos
sobre Irak se han arrojado por la borda muchas de las ilusiones
que alumbraron el espejismo redentor de la sociedad de la información,
no tanto por la pérdida de vigencia del mito, como por los
aspectos ‘colaterales’, por los rastros de incertidumbre que la
historia nos muestra y proyecta sobre los escenarios de futuro.
En 1992, en una declaración sin precedentes, Al Gore descubrió
el modelo. Sobre un lienzo en blanco se daban los primeros trazos
de la sociedad del futuro, ajena a tensiones dialécticas,
a desigualdades, a desórdenes... Era la redención
tecnológica que ya sacralizaran los autores posibilistas
de los años 80. A tal fin, se abría y se transfería
a la sociedad mundial ‘la red’, la antesala de las futuras ‘autopistas
de la información’. La desregulación ideológica
subyacente a la caída del muro de Berlín habilitaba,
después de tantos años de insistencia, el camino del
‘libre flujo’ y permitía poner en el escaparate de la moda
tecnológica una herramienta constructiva del modelo previamente
diseñado. Tecnología para un modelo. El modelo albergaba,
sin embargo, las suficientes contradicciones como para, en apenas
una década, poder desmentir muchos de los mitos e ilusiones
que, con profusión, desarrolló la filosofía
de acompañamiento de la ‘revolución tecnológica’,
estrechamente relacionada con otro mito programático: la
globalización.
Cabe decir, en contra de muchas consideraciones previas, que la
tecnología aparece aquí como un instrumento más
necesario que determinista. La tecnología no es ‘tan’ determinante.
El modelo, sí: era determinista. En doce años de experiencia,
entre la caída del muro de Berlín y la de las Torres
Gemelas de Nueva York, el mundo parecía guiarse por las bondades
del proceso y no se exteriorizaba disentimiento, como si el anunciado
‘fin de la historia’ nos hubiese transportado el escenario del consenso
planetario. Sólo después del 11-S empezaron a percibirse,
poco a poco, tímidamente, dos ideas de progreso, dos ideas
de consenso internacional, dos reformulaciones ‘globales’ del pacto
social.
La nación promotora del modelo, nada ajena a los constructores
de las modas tecnológicas, ha puesto de manifiesto, con una
sorprendente exhibición de instrumental, hasta dónde
ha llegado la ‘sociedad de la información’ y la velocidad
del cambio tecnológico cuando la máquina de la guerra
rompe el ciclo convencional de la moda. Las noches de Bagdad han
sido el escenario de la última gran muestra mundial de tecnología
de la información y de las comunicaciones. Los diarios nos
han mostrado en sus infografías el pase de modelos 'Land
Warrior 1.0', de soldados conectados permanentemente al sistema,
donde la inceridumbre del guerrero se reduce a la mínima
expresión y las armas 'inteligentes', extensiones sensoriales
que ven un grano de arena a 300 metros u olfatean
el 'calor humano' a distancia.
Para Estados Unidos y, por lo visto, no sólo para esta gran
nación, el desarrollo tecnológico está estrechamente
asociado al concepto de seguridad, que, en el caso norteamericano,
se autoalimenta en sus propios fantasmas sociales, expresiones del
alto grado de violencia interna. La seguridad, en la sociedad de
la información, está cada vez más unida a una
idea de ‘red-control’, de conexión-identidad, de inclusión-sumisión
tecnológica. Hay expresiones reflejas en este asunto que,
al menos como hipótesis, no revelan precisamente prácticas
o hábitos propios de la cultura democrática del consenso,
sino del sentido funcionalista y utilitarista de la seguridad individual.
La seguridad se ha elevado, en Estados Unidos, al rango de identidad
nacional. Su mantenimiento es garantía y recompensa de la
pertenencia a la ‘nación elegida’. Una visión que
surge en una sociedad contradictoriamente violenta e insegura, que
desplaza hacia un 'ellos' exterior la raiz la violencia, pero que
argumenta y da coherencia a un modelo de proyección hegemónico,
a una autodefinición e implantación patrimonial del
bien que, además, otorga créditos de bondad (4).
Este concepto de seguridad-identidad determina, y determinará
en el futuro próximo, el desplazamiento del modelo de la
sociedad de la información hacia un concepto de control social,
de vertebración tecnológica en circuitos de pensamiento
y acción, de adhesión transparente y sometimiento
a las pautas de la información-seguridad, la información-consenso,
la modelización virtual (tecnológica) de un nuevo
modelo de pax americana.
El modelo –el software estratégico- condiciona los
usos tecnológicos. Paradójicamente, las máquinas
‘pensantes’ están determinadas en su mirada por la definición
de los programas, pero no por su disposición a la negación
ideológica del pensamiento. No son, pues, refractarias al
software de la innovación social, a la proyección
democrática y plural de la información y el conocimiento.
Conviene hacer este apunte frente a las visiones más constreñidas
del determinismo tecnológico.
Fuera de los Estados Unidos, donde el concepto de seguridad no tiene
el valor de identidad que posee en aquella nación, se percibe
la seguridad más bien como una preocupación ecológico
planetaria, como una ecología global; esto es, como el desarrollo
sostenible de la vida en el planeta, donde la seguridad aparece
relacionada con la supervivencia de la especie. Y no está
reñido este segundo escenario con el avance tecnológico,
en absoluto. Simplemente, se está ante un modelo distinto,
al que el protagonismo tecnológico le hace ‘pensar’ de otra
manera. No es de extrañar, pues, la reacción de quienes
validan este concepto de seguridad, especialmente extendido entre
las nuevas generaciones, frente al estallido de la guerra, que desde
su lógica aparece como un verdadero modelo de aniquilación.
El modelo tecnológico de seguridad-identidad nacional se
ampara en la estrategia de liderazgo mundial y de la acción
preventiva, y revela la aplicación funcionalista y finalista
de la técnica al servicio del objetivo de identidad. Una
escenificación mesiánica, en la que se ponen de manifiesto
algunas de las contradicciones culturales del mito programático
de la globalización.
Desde las primeras experiencias de la sociedad-red, en ocasiones
relacionadas con visiones cercanas al utopismo anarquista de una
reorganización social al margen del Estado, o de la comunicación
libre, no sujeta a mediaciones, al día de hoy –apenas unos
años después-, son más las cautelas de seguridad-control,
que buscan acomodos legales restrictivos, que las iniciativas que
favorecen el desarrollo de la innovación social y la autonomía
de la sociedad civil, de acuerdo con criterios propios de la cultura
democrática (5).
Preguntas a un respuesta
A la respuesta del 20 de marzo
de 2003 le nacen demasiadas incógnitas, incertidumbres que
afectan al orden internacional, a la ‘sociedad de la información’,
a la vigencia de la seducción tecnológica como instrumento
de cohesión y de consenso, a la libertad de expresión,
al modelo de sociedad... Demasiadas preguntas. Demasiadas e inquietantes
preguntas. |